Mamá –todos la llamaban Angelita– fue una persona excepcional. En realidad, creo que tanto ella como mi padre formaron un matrimonio muy especial, pues se complementaban extraordinariamente, pero en vista de que el mes de Octubre se lo dedicamos a las madres, hablaremos de ella.
Comienzo por decir que siempre la admiré. Cuando era chica, porque me parecía una mujer valiente que era capaz de enfrentarse a un perro feroz o a algún hombre que le llevara medio metro de altura.
Y sospecho que fue muy oportuno que tuviera ese carácter cuando se cortaba la luz en Cabana y la consecuencia no era sólo la oscuridad, sino que estábamos a unos 100 metros de donde se aparecía un puma día de por medio.
Pero antes la habíamos visto, cuando todavía vivíamos en Córdoba, correr a un perro rabioso que se apareció por barrio General Paz a principios de los años cuarenta: Eduardo y yo jugábamos en el jardín de adelante del chalecito y nos dio pena el animal. Por suerte, ella nos observaba por la ventana de la cocina y salió gritando como energúmena con la escoba en alto.
Para el terremoto de San Juan, al frente de aquel chalecito, que estaba al término de una calle cortada por el Suquía, se congregó un montón de gente que escapó del horror y, estando cerca de la entrada a Córdoba de los que venían del oeste, muchos de estos vehículos se estacionaron allí.
Tanto mi madre como unos vecinos mayores y pobres –una pareja de descendientes de africanos- les acercaron comida, agua, pañales para los niños, algo de abrigo y les permitieron usar el baño.
Y durante los días que estuvieron, nos enviaba a llevarles un pan recién horneado, huevos de nuestras gallinas y algo que lamenté pero acepté: una bandeja de masas de la confitería “Doña Paca”, famosa en Córdoba: sus dueños eran españoles como mis abuelos, y sus hijos eran amigos desde la infancia de mis padres. No recuerdo qué fiesta familiar caía por ese tiempo y la bandeja era un obsequio muy preciado.
Pero lo que más nos gustaba era cuando nos leía cuentos de hadas, de gigantes, de gnomos, o algunos versos de Rubén Darío o Alfonsina Storni, nos hacía escuchar música clásica, y al atardecer, para que nos serenáramos antes de la cena, nos daba las hojas de papel que papá desechaba, la caja de témpera, los pinceles –otras veces era la caja de lápices de colores- y nos enseñaba a pintar: amó la pintura hasta el día de su muerte.
En el estudio que le hizo papá en la última casa en que vivieron, ella misma se armó unas bibliotecas para su enciclopedia de Historia del Arte, de Pijoan, para la colección de los Modernistas, que admiraba y en un atril que había sido mío durante mi adolescencia, pintaba al óleo cuadros que no tienen ningún valor artístico, pero que yo tengo en mi cocina con sumo amor: en él están representados algunos enseres domésticos que me recuerdan nuestros últimos años en Cabana: unos tazones de cerámica gruesa y brillante, una teterita o cafetera de un metal plateado que compró en una rebaja de una casa de artículos del hogar, una tacita de porcelana muy hermosa en la que se nos permitía tomar el chocolate el día de nuestro cumpleaños o en el de la Primera Comunión.
Y junto con eso, las revistas Casas y Jardines y los álbumes donde recopilaba las páginas de plantas, su colección de frascos de botones, sus telas compradas en ofertas, los moldes norteamericanos que le enviaban por correo, con los que nos confeccionaba la ropa y una preciosa colección de encajes antiguos.
La recuerdo muy hermosa, pues tenía un cutis excepcional y, con 89 años, aún no tenía todo el pelo canoso, le encantaba pintarse los labios de rojo geranio y prefería la piedra Rosa de Francia a los rubíes..
Por todo eso, en Octubre, y a mis 86 años, me siento más hija que madre. Dios la bendiga.
Sugerencias: 1) Si estamos distanciados, aprovechemos este día tan querido por los argentinos para restablecer la relación; 2) Seamos comprensivos con sus caprichos y defectos: puedo asegurarles que algún día los extrañaremos mucho; 3) Y, como madres que somos –algunas por haber tenido hijos, otra por haber cuidado los que eran de otros– sepamos aceptar el ramo de olivo que un hijo, un yerno, una nuera, una hija, nos tiende en este día.
