Habían dicho que todo sería puntual y apenas se demoró un poco: a las 21.12 del miércoles, y ante un Orfeo cargado de excitación, un recurso visual puso a la audiencia de seis mil personas en contexto infernal e inmediatamente comenzó el histórico show de Black Sabbath en nuestra ciudad.
El centelleo (producto del desplazamiento de un monstruo grande que pisa fuerte, coporizado en una pantalla central y dos laterales) se correspondió con lo que la banda británica ya había empezado a interpretar en escena: el tema que lleva su mismo nombre que, con sus campanadas y atmósfera tormentosa, eriza y aterroriza en idénticas dosis desde 1970, el año de su publicación.
La pesadez y la oscuridad de esa pieza predispuso de la mejor manera a un público que ya de antemano sabía cuál era el contrato: escuchar las sagradas escrituras del metal pesado según el cantante Ozzy Osbourne, el bajista Geezer Bultler y el colosal guitarrista Tony Iommi (sus creadores, al fin y al cabo), que se concentran en los primeros años de una carrera sinuosa que decidieron terminar en esta gira a la que han dado en llamar "The End Tour".
Según le dijo Ozzy a VOS, van a parar porque el tiempo ya no está de su lado. Acaso se vean a sí mismos envejecidos y no tan plenos, pero en vivo suenan monumentales, a tono con su leyenda y energizados por el baterista estadounidense Tommy Clufetos, a quien le permitieron lucirse en un solo.
Más allá de esto, los Sabbath no permitieron el ingreso de fotógrafos ni camarógrafos durante su show, como si no quisieran mostrarle al mundo una decrepitud que, vale insistir, no parece haberlos afectado.
OK, Ozzy tuvo un andar enclenque y se le arrastra el fraseo en After forever, pero afrontó el repertorio con entereza vocal, tics teatrales de demencia y los "¡ohh yeah!" persistentes que exigen piezas como N.I.B. Allí también se lució Butler, quien al pisar el wah wah recordó involuntariamente de dónde viene el stoner rock.
Iommy, por su parte, no mostró indicio alguno de haber vuelto de la muerte. O mejor dicho, ninguna flaqueza tras haber vencido a un linfoma. Saludable y súper concentrado, se cargó los climas densos a partir del sustain de unas pocas notas y apelando a la velocidad a discreción sólo cuando el repertorio lo exigió.
Un detalle fetichista: los trastes de su Gibson SG están intervenidos por cruces, que sirven de referencia para este instrumentista formidable que necesita de apósitos en algunos dedos, cuyas partes perdió en sus años de operario metalúrgico.
Tal como lo había adelantado Ozzy, la lista de temas se concentró en Paranoid, también de 1970. De aquel álbum tocaron Paranoid, Fairies wear boots, Rat salad, Iron man y Hand of doom. Pero fue War pigs el que más agitó a un campo de acceso carísimo ($ 2.990), con el anabólico de proyecciones de detonaciones y hongos atómicos.
Ya que estamos en la correspondencia de líricas con gestos en la escena, hay que apuntar que durante Snowblind, tema que se enfoca en el consumo de cocaína (acaso el demonio más certero que padeció Sabbath), Ozzy llevó su índice derecho a tapar uno de los orificios de su nariz. Más que apologético, el movimiento se interpretó como una advertencia de los riesgos de esa dependencia narcótica.
El momento de mayor densidad: Into the void. Los textuales relevantes de Ozzy: hubo una sola cosa más allá de "Los amamos" y "¿Están listos?" y tuvo que ver con la presentación de la banda, momento en el que el vocalista sacó de las sombras al tecladista Adam Wakeman. Sí, el hijo de Rick Wakeman participa del epílogo de Black Sabbath pero no se lo ve. Básicamente, porque lo tienen a un costadito, muy encanutado. Postal sobresaliente: los gestos de desconcierto y felicidad, productos de ser testigos de un mómento históricos, y la bajada de plateístas hacia el campo en el cierre de Paranoid.
El plus de tener a Sabbath ahí nomás y en un domo cerrado fue realmente shockeante, aunque esa experiencia alucinante no alcanzó para cerrar el debate sobre si las entradas eran caras o si el público cordobés no supo valorar que podía disponer de semejante banda en situación indoor, en una gira en la que casi todas la fechas son a escala estadio.
Si bien se dieron por satisfechos con las casi 5.500 entradas vendidas, en la organización esperaban un mayor impacto en cuanto a la asistencia.
La velada, a todas luces histórica, se completó con los cordobeses Hammer en horario de matiné y con los californianos Rival Sons. Los primeros, tiraron su experiencia de 30 años por la cabeza. Y los segundos, plantearon un estimulante set “revivalista”, aunque más enfocado en Led Zeppelin que en Black Sabbath.
