Primal Scream es un claro ejemplo de cómo la cultura rock puede ser vibrante y relevante aun cuando se muerda la cola todo el tiempo. En este sentido, la banda (elástica) capitaneada por el escocés Bobby Gillespie tiene una obra de respaldo, hedonista y combativa al mismo tiempo, pero que se permite por estos días entregar una versión mejorada de sus modos.
Tal cosa está cristalizada en su décimo disco More light, que exuda lo de siempre pero con un superior nivel de levitación. Primal Scream no descuida aquí el estándar de rock ácido y bailable al poco tiempo de los conciertos evocativos de Screamadelica (el disco de 1991 que trazó un puente entre rock y electrónica), como tampoco lo hace con el blues & roll de raíz puesto hasta en órbita free jazz. Pero la producción es tan suntuosa y de una inteligente organicidad artificial, que empuja a More light a la categoría de masterpiece, de obra maestra que no puede ser tomada apenas como disparadora de pasos de baile para teletransportarse. No habría ningún conflicto con que así fuera, pero sería negligente omitir el componente político de este disco y el modo en que está filtrado.
Éste se manifiesta de entrada con el tema 2013, que cabalga sobre un riff de saxo tenor y propulsado por la siempre abstracta guitarra de Kevin Shield, de My Bloody Valentine. La letra, distribuida en nueve minutos de duración, resulta letal: habla del fracaso de punk; de la total subyugación de los jóvenes de hoy que fue la misma a la que se sometieron los de ayer; de lo perversa que es una cultura cuando te desactiva ideológicamente por alcanzar el estatus de millonario.
Culturecide, donde el productor David Holmes recupera el arquetipo del genial XTRMNTR (aquel disco en el que Gillespie cargaba contra los "ojos de esvástica" de quienes planeaban las intervenciones aliadas de comienzos de siglo), plantea cómo el Reino Unido aún no se puede sacar las esquirlas del Thatcherismo, con Mark Stewart de The Pop Group como invitado. Invisible city, acaso lo más accesible de More light, desarrolla la historia de una ciudad hipnotizada por la TV, amaestrada por la radiofonía de derecha. Se refiera a un allá que tranquilamente podría ser nuestro acá.
Este nivel de indignación, vale repetir, no se exhala mediante el lugar común de rock febril y agitado. Por el contrario, se estetiza a partir de un entramado sofisticado donde tallan saxos insurrectos y de los sudorosos (Goodbye Johnny, adaptación creativa de Gun Club) e instrumentación exótica. En este punto, se destacan River of pain, que radicaliza aquel combo sombrío de Damon Albarn conocido como The God, The Bad & The Queen, y la balada Relativity, que unta en la tradición tímbrica de la India.
Robert Plant hace coros en plan "voz de hiena" en el Elimination blues, que es tan de raíz como de avanzada y cumple con otras de las obsesiones atemporales de Primal. Como sea, este ejercicio clasicista no desentona entre tanta alucinación combativa. Tampoco lo hace It\'s alright, it\'s ok, una retrospectiva de góspel devocional que resuena a un irónico no hay bien que por mal no venga. No es optimismo, precisamente. Quizás tenga que ver con la obsesión de encontrar belleza en la resignación.
























