Hacía ya un mes que la mujer había sido estrangulada en su casa. Mientras Río Cuarto era un infierno, los chismes arreciaban, el poder temblaba y muchos medios no paraban de volver a matarla, el cuerpo de Nora Raquel Dalmasso era exhumado.
Había que hacer un trámite judicial urgente: se debían tomar las huellas digitales de la víctima.
Increíblemente, el cadáver había sido sepultado y a nadie se le había ocurrido tomar antes esos registros dactilares para eventuales cotejos.
Cumplido el trámite, el cuerpo fue sepultado otra vez.
Caso Nora Dalmasso
Aquel increíble episodio sirve como una muestra más para marcar lo que fue desde el arranque mismo aquel adefesio de investigación por parte de la Justicia.
En rigor de verdad, la pesquisa ya había arrancado pésimo, cuando no se cuidó en lo más mínimo la escena del crimen.
No sólo que se pisotearon pruebas, se borraron otras, sino que se fumaron cigarrillos, se bebió de vasos y hasta se comieron lomitos en la cocina de la casa del Villa Golf.
Adolescentes solos en casa, cuando los padres han salido de viaje, suelen ser más cuidadosos.
Desde el arranque mismo, la investigación por el asesinato de Nora no fue más desastrosa porque no se podía.
Todo fue un verdadero bochorno que se fue solidificando y consolidando con el paso de los años y por culpa de funcionarios que, teniendo que hacer, no hicieron.
Y cuando hicieron, lo hicieron absolutamente mal.
Habrá que pensar que fue sólo por impericia.
Durante más de 15 años hubo que ver pasar a fiscales tras fiscales con hipótesis tan disímiles como insostenibles: que un pintor violador, que un hijo matricida, que un esposo que asesina entre vuelos de avionetas, que un esposo que contrata sicarios.
Un desquicio lo que hicieron algunos en ese organismo llamado Ministerio Público Fiscal, ante un poder que tampoco colaboró mucho.
Los resultados hoy nos estallan en la cara con este homicidio que quedó impune.
“Todo esto es un mamarracho”, supo decir Marcelo Macarrón apenas comenzó el juicio en su contra, allá por marzo pasado.
Un juicio que debería haber terminado al mismísimo día siguiente.
No había una sola prueba. No había un solo testigo. No había un comisionado. Ni los forenses se pusieron de acuerdo.
“No puedo acusar por acusar”, sentenció este martes el fiscal de cámara, Julio Rivero, antes de pedir la absolución del viudo.
El mismo Rivero que, semanas atrás, llegó a insultar por WhatsApp a sus pares, con un mensaje por elevación a la Fiscalía General, aduciendo que se sentía “solo”.
La impunidad del crimen de Nora representa un absoluto terremoto para la Justicia de Córdoba, aunque muchos se hagan los distraídos.
Una Justicia que el pasado viernes, por cierto, ya había tenido un fuerte sismo en el final del cuestionado juicio por el femicidio de Cecilia Basaldúa, aquella mochilera asesinada en Capilla del Monte en 2020.
En el caso Basaldúa, mientras la fiscalía pedía encierro a perpetuidad para el imputado, la familia de la víctima se unía con la defensa y clamaba por la inocencia.
El acusado, Lucas Bustos, terminó absuelto de culpa y cargo por orfandad de pruebas y, sobre todo, de certezas.
Nadie le pidió perdón.
A nadie pareció importarle que estuvo dos años preso.
Volviendo al asesinato de Nora, todo el esperpento de esta investigación se convirtió en la peor mancha para la historia de la Justicia cordobesa en democracia.
Quizá llegó el tiempo de que este caso se enseñe en las facultades de Derecho, para inculcar a las y los estudiantes sobre todo lo que no hay que hacer.
Para peor, nadie levantará la mano para pedir disculpas por el mamarracho del trabajo hecho.
Muchos se siguen haciendo los desentendidos, como si nada pasara.
Dicen que no existe el crimen perfecto. Dicen que no hay asesino tan inteligente, tan perspicaz, tan vivo.
Siempre una prueba se le escapa y está quien sabe verla y descubre la verdad.
En el crimen de Nora, un aparato judicial logró lo imposible: la perfección de un asesino que una noche cerró la puerta de un chalé, se marchó en medio de la oscuridad y hoy respira tranquilo.
