En Córdoba venimos acumulando una secuencia de violencias que, lejos de parecer excepciones, se han instalado como parte de nuestra conversación cotidiana.
En diciembre de 2022, Anahí fue asesinada y su cuerpo nunca apareció. Este año, el cuerpo de Milagros fue encontrado escondido en un placar, Brenda fue asesinada y mutilada, y su padre colaboró en la búsqueda y hallazgo de sus restos. Ahora, Camila salió a trabajar y partes de su cuerpo aparecieron esparcidas en un sector de la ciudad.
De Brenda y de Camila no tenemos cuerpos, sino partes. Fragmentos que el horror vuelve noticia.
Es duro escribirlo, pero más duro es observar cómo circula esta información: con fascinación por la escena, con interés por el detalle espantoso, y el diálogo gira más alrededor del morbo y que de la vida perdida. Se discute cómo murieron, no cuáles fueron las condiciones en las que alguien dispone de un cuerpo vivo de esa manera.
La explicación más simple que aparece es también la más tranquilizadora; entonces, son “enfermos”, “psicópatas”, “monstruos”. Así convertimos lo insoportable en algo excepcional, ajeno, irreal.
La otra explicación apunta a culpar a la víctima: “en algo andaba”, “le pasa por puta”, “se la buscó”.
Entre llamar monstruo al asesino y sospechar de la víctima armamos la coartada perfecta: no revisar nunca la cultura que hace posible que una mujer sea tratada como desecho. Pero esa lectura cómoda y falaz nos aleja de lo esencial: estos crímenes no ocurren fuera de la sociedad, ocurren dentro. Son posibles porque todavía circulan ideas, prácticas y vínculos que deshumanizan a las mujeres, especialmente a las más jóvenes y vulnerabilizadas.
La filósofa Judith Butler plantea que hay vidas que una sociedad no reconoce dignas de ser lloradas. No llorar no significa no estar triste: significa que esa vida no se reconoce como valiosa en el mismo nivel que otras. Y eso es lo que vemos aquí.
Estas muertes conmueven sólo cuando irrumpen con una brutalidad que excede el límite de lo soportable. No duele la vida truncada: duele la imagen del horror.
Y cuando una mujer se vuelve visible recién cuando aparece en pedazos –o ni siquiera aparece, como en el caso de Anahí–, entonces el problema no es sólo la violencia extrema. Es la naturalización previa que la hace posible.
Para ejercer este tipo de violencia, no hace falta estar enfermo: hace falta haber aprendido que se puede. Haber sido socializado en la idea de que una mujer es algo que se tiene, que se controla y cuya conducta puede corregirse. Hace falta una sociedad en la que los celos, el control y la posesión todavía sean interpretados como formas de amor. Donde la palabra de una mujer se ponga en duda. Donde las instituciones fallan y donde los silencios pesan más que las advertencias.
Decir esto no divide, ubica el problema donde realmente está. No necesitamos más odio. Necesitamos la convicción compartida de que ninguna mujer debería desaparecer sin que todo se detenga. Que ninguna debería ser tratada como un objeto que se esconde, se fragmenta o se descarta. Que toda vida merece la vida.
Nos quedamos en la superficie porque la superficie entretiene, pero no incomoda.
Por eso es importante insistir: Anahí, Milagros, Brenda y Camila no murieron por la acción de los monstruos. Fueron asesinadas porque un entramado social habilita que ciertos cuerpos valgan menos que otros, que ciertas vidas no merezcan duelo, ni búsqueda, ni justicia. Que haya mujeres que, aún hoy, no logran ser imaginadas como sujetas de derechos (sociales, políticos, laborales), sino como propiedad, como territorio de control, como vidas prescindibles.
Durante años, desde los feminismos dijimos que esta era nuestra lucha y les pedimos a los varones que nos acompañaran. Hoy, frente a estas violencias extremas, el mensaje cambió porque tiene que cambiar: esto es de todos.
No alcanza con decir “no todos los varones son violentos”. No alcanza con el repudio automático ni con compartir la noticia como quien comparte el pronóstico del tiempo. La pregunta es otra: ¿qué hago yo para frenar esta violencia? ¿Qué tolero, qué callo, qué justifico, qué comentarios celebro, qué chistes no discuto, qué consumos avalo, qué vínculos sostengo?
El lema que convertimos en bandera y lucha, “Ni Una Menos: vivas y libres nos queremos”, no es una consigna partidaria. Es un principio ético básico. Un recordatorio de que ninguna sociedad democrática puede tolerar que haya cuerpos ausentes o mutilados sin preguntarse qué falló.
Por eso, la pregunta no es qué tenían en la cabeza los femicidas, la pregunta es qué nos pasa como sociedad para que estas muertes no transformen nada. En un contexto en el que el individualismo se instala como modo de vida y las carencias afectivas, sociales y materiales son extremas, hay que preguntarse qué estamos dispuestos a revisar y a transformar para que todas las vidas valgan.
No queremos más cuerpos en bolsas ni nombres que se vuelvan eslogan.
Queremos que ninguna mujer sea considerada nunca más como descartable.
Y eso, aunque algunos sigan sin querer verlo, es una responsabilidad colectiva urgente.
*Ni Una Menos Córdoba

























