Ernesto Medardo Ibarra (63) camina con dificultad. Cada paso le recuerda aquel viernes 11 de abril cuando, al salir de la fábrica, cuatro delincuentes en dos motos lo cercaron y lo balearon en barrio Ameghino Norte, zona oeste de la ciudad de Córdoba. Fue para robarle su Honda XR 150.
Intentó retener sus pertenencias, aquellas que había adquirido con el mayor de los esfuerzos. Allí fue cuando le dispararon a quemarropa. Una de las balas le atravesó la pierna izquierda.
Pasó horas de preocupación y dolor en el Hospital de Urgencias. Afortunadamente, sobrevivió y pudo retomar su vida.
Ernesto pasó a formar parte del listado de vecinos y de vecinas que en los últimos tiempos fue víctima de la inseguridad en Córdoba. Y en ese marco, se convirtió en otra víctima herida por la delincuencia. Su consuelo es que vivió para contarla.
Hoy, aunque sigue trabajando como soldador, arrastra secuelas físicas y emocionales. En diálogo con La Voz, relató cuánto le cuesta a un sobreviviente afrontar cada nuevo día.
Mientras tanto, el caso fue caratulado como “robo de motocicleta calificado por uso de arma de fuego, con herida de arma de fuego”.
La Justicia investiga. Aún no hay novedades.
Ernesto no recuperó su motocicleta y, lo más preocupante para él, aún no hay detenidos.
Así que no le queda otra solución más que cargar con las consecuencias, luego de haberse superpuesto parcialmente a la balacera.
Acarrea gastos médicos, la pérdida de su movilidad y la angustia de saber que sus atacantes siguen libres.
Su historia refleja el calvario de quienes sobreviven a la violencia y deben recomponer sus vidas sin ayuda. Y dice: “No es natural que alguien sea sometido a este padecimiento, que le peguen un balazo y nos olvidemos de un caso grave, que podría haber acabado mucho peor”.
“Cuando me doy cuenta, ya me apuntaban con el arma”
Aquella tarde, Ernesto salía del trabajo.
Era el último en abandonar la fábrica y estaba apoyado contra la reja de ingreso al predio, en un perímetro dominado por grandes galpones, ubicado en Aviador Pedro Zanni al 4085, en Ameghino Norte.
Intentaba cerrar el portón y subir a su moto para regresar a su casa cuando vio pasar dos motos.
No sospechó nada hasta que lo bloquearon.
“Se te pasan un montón de cosas por la cabeza. No querés que te roben la moto ni que te disparen”, relata.
Tres hombres bajaron, el cuarto quedó en uno de los vehículos. Todos eran jóvenes, de entre 18 y 20 años.
Intentó huir, forcejeó. Un vecino apareció y uno de los atacantes disparó al aire. En la confusión, Ernesto trató de quitarle el arma a uno de ellos. “Me hago para atrás y ahí me tira. En el forcejeo, me hace otro disparo”, cuenta.
El proyectil le perforó la pierna izquierda. Los delincuentes huyeron con su moto, dejándolo tirado en el pavimento.
Unos vecinos salieron a ayudarlo y fue llevado al Hospital de Urgencias. La herida no era grave, pero el dolor persistía.
Le dieron el alta esa misma noche, aunque sin su vehículo –su medio de trabajo– y con un miedo que no se borra.
Entonces llegó el momento que él no había previsto: después de haber vivido la peor de sus experiencias, el jefe médico del turno le entregó un papel con el alta médica.
Todavía tenía el plomo de la bala en la pierna, porque los médicos le explicaron –según le contó a este medio– que iba a ser más complejo practicar una cirugía para sacar los restos de plomo dispersos que esperar a que el cuerpo los expulse.
Vale decir que, según le informaron en el hospital, la bala que le produjo la herida habría sido de “mala calidad”, de “bajo calibre” y por eso la herida no fue de gravedad. No obstante, Ernesto recuerda que el día del asalto, del pie le brotaba un “borbotón de sangre”.
Volviendo a la salida del hospital, de pronto sintió un soplo de realidad que lo devolvió a la vida: se había salvado de un ataque salvaje, pero este lunes tendría que regresar a trabajar.
Por fortuna, su jefe –quien Ernesto define como un hombre comprensivo y solidario– le dio unos días de recuperación.
De otro modo, por su condición de monotributista, hubiera tenido que incorporarse de inmediato.
Tras haber pasado una semana sin actividad, decidió volver. No sabía lo que iba a pasar, pero al pisar la vereda se dio cuenta de que todavía la preocupación persistía.
“No soy de tener miedo. No soy un hombre con miedo. Pero camino y me doy vuelta para atrás. Estoy alerta. Miro para todas partes porque pienso que me pueden volver a atacar”, cuenta.
El después: dolor, colectivos y un seguro que no alcanza
Ernesto vive con su madre de 82 años en barrio Zumarán, zona norte de la Capital.
Antes del asalto, su rutina era sencilla: trabajo, visitas a su hermana, alguna salida tranquila.
Ahora, cada movimiento lo hace con recelo.
“Ya no me quedo solo como antes hasta tarde. Cuando veo que alguien se me acerca, mientras camino, cambio de vereda. Sentís que te puede volver a pasar”, admite.
Su moto estaba asegurada, pero la indemnización cubrirá solo el 80% de su valor, en el mejor de los casos.
“No voy a poder comprar lo mismo. Tendré que conformarme con un modelo más viejo”, se resigna.
Mientras espera, viaja en colectivo –un trayecto de 40 a 45 minutos– o comparte gastos con un compañero.
Lo físico también lo limita. Aunque la bala entró por un lado de la pierna, el dolor lo siente en el hueso opuesto.
“No sé por qué duele ahí, pero algunos días se siente muy presente”, confiesa.
No hubo rehabilitación ni seguimiento médico gratuito. “Uno se arregla”, dice, antes de reconocer la ayuda de su patrón y de sus compañeros de trabajo.
La causa: silencio y pocas esperanzas
Tras realizar la denuncia, Ernesto fue citado para ampliar su testimonio, pero desde entonces no supo más. “No me informaron nada. No hay detenidos, ni rastros de mi moto”, se queja.
“Uno hace la denuncia y después parece que se olvidan”, reclama. Mientras, según lo que sabe (y lo que le preocupa) los motochoros siguen libres.
“No es solo la plata, es todo lo que perdés”, dice Ernesto que no pide lástima. Habla con la crudeza de quien sabe que lo que le sucedió fue grave, pero que lo que tiene por delante puede ser todavía más doloroso.
“Lo material duele, pero lo peor es la impotencia. Vos laburás, te rompés el lomo, y en un segundo te dejan sin nada”, dice.
Sus hijos –un varón de 22 y una mujer de 30– lo acompañaron, pero su vida sigue. Él vuelve a soldar, a viajar hacinado en el colectivo, a calcular cada peso. “A veces pienso: ¿y si me vuelven a encontrar? Pero no podés vivir encerrado”, reflexiona.