Capítulo uno. Conviene comenzar por Sergio Massa. Hasta hoy hizo anuncios de que hará anuncios. Pero como le aprobaron la salida de la Cámara de Diputados, entrará de lleno al desafío del Ministerio de Economía.
El politólogo Andrés Malamud describió la principal aspiración de Massa en este gobierno. También el mayor de sus riesgos. Massa se imagina a sí mismo como aquel Domingo Cavallo que rescató a Carlos Menem de la hiperinflación. Malamud advierte: hay que recordar que también hubo otro Cavallo. Fue aquel convocado por Fernando de la Rúa para detener el derrumbe de lo mismo que el exministro había construido: el régimen de convertibilidad. A ese segundo Cavallo le fue mal. El artefacto estalló por los aires; la oposición hostigó a De la Rúa hasta obtener la caída del ministro y la renuncia del presidente.
A simple vista se detecta una variable clave que diferenció esos dos momentos de Cavallo en la gestión económica: el liderazgo político que lo respaldaba. Hábil y fuerte en el caso de Menem. Irresoluto y frágil en el caso de De la Rúa.
El dilema Cavallo
El propio Cavallo acaba de insinuarlo, casi como un consejo para las ambiciones de Massa. Para el exministro, es obvio que la conducción política del actual Gobierno está en las manos de Cristina Kirchner. Y de la vicepresidenta no se puede decir que espantan sus dudas, sino sus certezas.
“Ha sido muy clara respecto de su diagnóstico sobre la crisis económica. Es enteramente consistente con la ‘economía a contramano’ que ella aprendió de las lecciones de Axel Kicillof, muy bien descriptas en el libro del periodista Alfredo Zaiat”.
“Ella cree que el déficit fiscal y el nivel del gasto público no son un problema y que la emisión monetaria no es causa de inflación. Ve el endeudamiento público como el resultado de maniobras especulativas y no lo relaciona con el déficit fiscal”, agrega. “También cree que el Estado tiene que intervenir en las empresas, estatizándolas o regulándolas caso por caso, porque cree que de esa forma se podrá asegurar que contribuyan al crecimiento y a una buena distribución de los ingresos”.
Si se lee con atención a Cavallo, puede concluirse que Massa tiene un dilema más severo que el planteado por Malamud: es la presencia de un liderazgo que lo puede condicionar de dos maneras distintas, pero igualmente graves. Una conducción política que, si se asume fuerte, condicionará a Massa en el sentido contrario a las reformas necesarias. Un Menem con polaridad invertida. Pero también un liderazgo que, si se margina de la gestión exiliándose en el veto y restándole apoyo, puede ser más dañino que la debilidad final de De la Rúa.
El único apoyo de Cristina que le serviría a Massa sería uno activo, pero contrario a las convicciones de la vice. “Ojalá que Massa haya discutido esto con la vicepresidenta antes de asumir”, cierra su reflexión Cavallo. Como al final de la misa: oremos.
Los otros dos
Capítulo dos. Conviene entonces seguir la descripción de escena con Cristina. Lo esperó a Massa en su despacho del Senado. Preparó con primor una foto que es todo un testimonio del recelo y la distancia. Se sentó en el polo norte de una larga mesa y lo ubicó al superministro en una silla antártica. Emuló a Vladimir Putin cuando este recibió a Emmanuel Macron.
Y eso fue todo. Porque la vice se pasó ocho horas atendiendo la acusación del fiscal Diego Luciani en la causa donde está acusada por haber beneficiado –junto a su marido ya fallecido, y de manera sistemática, permanente y organizada– a aquel cajero de banco de mayo de 2003, que en diciembre de 2015 era uno de los empresarios más poderosos del país: Lázaro Báez.
Capítulo tres. Alberto Fernández al fin encontró su destino sudamericano. En algo todavía puede aspirar a parecerse a Cristina. Sobre el Gobierno, ella mantiene su capacidad de daño. Alberto mantiene su capacidad de estorbo. Ahora que le sobra el tiempo en Olivos, acaso haya sonreído con resignación al ver que el fiscal Luciani le mostraba a la vice que el WhatsApp del Presidente no es el único que puede traer problemas. Mínimas satisfacciones tardías, que Alberto puede olvidar distrayéndose con su guitarra y el coro de Gustavo Santaolalla.
O tarareando en la ducha sus mañanas campestres.
