Caminando entre las columnas de la Catedral de Buenos Aires, donde reposan los restos de José de San Martín, el presidente Javier Milei le negó el gesto de saludo a la vicepresidenta, Victoria Villarruel, y al jefe de Gobierno porteño, Jorge Macri. De esa elemental descortesía se ufanó después, con tono de emperador romano bajando el pulgar frente a un traidor.
Los nuevos seguidores del Presidente, aquellos que hasta ayer profesaban un pensamiento liberal y moderado, la tuvieron difícil para justificar la guarangada. Se dividieron en varios grupos. Algunos reivindicaron el destrato como un gesto de autenticidad personal, ajeno a cualquier hipocresía. Y hubo otros que recurrieron al argumento del fin y los medios: mientras gobierne bien, esas formas son tolerables.
Hubo un tercer grupo, de quienes se animaron a más: dijeron que si no fuese por esas formas, Milei no estaría gobernando bien. Que es por sus malos modales que consigue sus objetivos y no pese a ellos. Y un cuarto batallón de fanáticos, más débil: el que justificó a Milei porque Cristina Kirchner hizo lo mismo con Mauricio Macri. Mal de muchos…
Citado casi siempre sin ser leído, el sociólogo canadiense Marshall McLuhan supo dejar como legado una idea sugestiva: “El medio es el mensaje”. Si con un rigor laxo (casi aventurero) se pudiese aplicar esa idea a Milei en la Catedral, podríamos preguntarnos: ¿qué mensaje quiso dejar, además de la obvia descortesía?
A propósito del debut rutilante de la inteligencia artificial generativa en las campañas electorales argentinas, con el video apócrifo de Mauricio Macri que pergeñaron las usinas oficialistas, el especialista en comunicación Tomás Guarna, graduado en el MIT, desarrolló una explicación interesante: más que un intento de fraude, el deepfake de Macri expuso la fricción entre dos culturas políticas.

Según Guarna, el macrismo siempre se basó en una estrategia de comunicación en la que expertos creaban contenidos para lanzar a la esfera pública. Liberalismo clásico: la democracia es para persuadir. La campaña sucia es un ruido que impide el debate ciudadano. El mileísmo acude a una práctica distinta: no prioriza persuadir indecisos sin antes generar un fandom, un sentimiento colectivo de pertenencia.
Más que la argumentación, le funcionan los anzuelos o señuelos lanzados a las redes para generar reacciones emocionales; le funciona el bait. Cosas como el video falso que ponen al adversario en la encrucijada: si responde, acelera la circulación de lo falso y pierde. Si no responde, deja que fluya la desinformación y pierde.
Concluye Guarna: el video falso mostró la colisión entre una cultura política que quiere persuadir y otra que sólo quiere provocar.
Señuelos tóxicos
Esta aproximación conceptual puede aplicarse a los modales de Milei, cuya expresión más incivil fue el desaire expuesto en fecha patria y refugio catedralicio. El medio es el mensaje: antes que persuadir, le interesa provocar. El economista Milei puede desarrollar en algunos momentos, ante alguna audiencia dócil, los argumentos que explican su programa económico. El político Milei está empeñado por ahora en alimentar su fandom. La minoría intensa que genera el espejismo de hegemonía.
El riesgo de la cultura política que prefiere el conflicto antes que el consenso y el señuelo que provoca –antes que la persuasión– es que, cuando es aplicada desde el poder y haciendo uso del poder del Estado (la ínsita contradicción de los libertarios), se propaga con una intensidad que limita el debate social. Lo hace estridente, pero no robusto. Se debate si Ricardo Darín o las empanadas. Ganancia para quien quiere gobernar sin discusiones en serio.
Hay algo, además, que escapa a estas módicas ingenierías del caos. Asistimos a una época fugaz, donde también los saludos negados despliegan sus alas a la mañana y se desvanecen al anochecer. Sólo quedan los anzuelos de Milei que pueden complicar a Milei. El debate rencoroso es tóxico. Como tomar veneno y esperar que el enemigo se muera.
Sobre ese nuevo clima de época, se le atribuye a un discípulo de Mc Luhan, Neil Postman, una explicación casi profética a la que llegó comparando las dos distopías más célebres del siglo pasado: 1984, de George Orwell, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley.
Orwell temía a aquellos que querían prohibir los libros. Huxley temía que nadie quisiera leer uno. Orwell temía a quienes querían privarnos de información. Huxley temía que nos darían tanta, hasta reducirnos a la pasividad. Orwell temía que la verdad fuera ocultada. Huxley temía que la verdad se ahogara en la irrelevancia. Orwell temía que nos convirtieran en una cultura cautiva. Huxley temía que nos convirtieran en una cultura trivial.