El anuncio del Gobierno de suspender 110 mil Pensiones No Contributivas por Discapacidad Laboral mal otorgadas, más ocho mil por fallecimiento y 10 mil por renuncias voluntarias, ha generado un fuerte impacto y puso en evidencia casos insólitos: en Chaco, la misma radiografía se usó para justificar 150 pensiones; en Tucumán, se encontraron expedientes con idénticos ecocardiogramas y mediciones de presión arterial. El ahorro estimado por estas medidas es de unos $ 35 mil millones mensuales, equivalente a casi 0,1% del PIB en términos anuales.
La medida coincidió con el veto presidencial a la Ley de Emergencia en Discapacidad, aprobada en julio y rechazada en agosto. La norma contemplaba tres ejes: regularizar pagos a prestadores y actualizar aranceles, reformar las pensiones no contributivas, y actualizar el Certificado Único de Discapacidad (CUD). Según el Gobierno, su costo fiscal podría alcanzar hasta el 0,42% del PIB, consumiendo hasta el 84% del superávit primario.
Aunque se cuestione la ley, el problema no es gastar más, sino gastar mejor. El sistema de cobertura de la discapacidad en Argentina tiene un diseño que abre la puerta al fraude y deja desprotegidos a quienes más necesitan asistencia. A esta falla estructural se suma un exceso de oportunismo: se prometen derechos amplios y gratuitos sin financiamiento real, delegando su cumplimiento a privados o a provincias, lo que en la práctica deja sin cobertura a los más vulnerables.
Un gasto mal distribuido y con incentivos distorsionados
Hoy, el 87% del presupuesto nacional en discapacidad se destina a pensiones por invalidez. Apenas un 10% va a prestaciones de salud y menos del 0,5% a servicios sociales: cuidadores, transporte, educación especial o adaptación de viviendas. Paradójicamente, es en este último rubro donde más se siente la necesidad, porque para una persona con discapacidad estos servicios son costosos e indispensables.
La Ley 24.901 obliga a obras sociales y a las prepagas a cubrir gratuitamente servicios sociales para cualquier persona con CUD, incluso cuando no están relacionados con la causa de la discapacidad. Desde 2016, esos gastos los paga el Fondo Solidario de Redistribución, financiado con aportes del sistema de salud. Esto lo convierte en un “pagador automático”: sin controles adecuados, los recursos se diluyen, los aranceles se licúan y la calidad de las prestaciones se deteriora.
El resultado es una cobertura inequitativa: quienes tienen obra social acceden gratis a servicios costosos, mientras que la mitad de la población sin seguro depende del asistencialismo provincial o municipal, o directamente queda sin acceso.
Fragmentación y falta de control
A la mala distribución de recursos se suma la fragmentación institucional. La discapacidad es evaluada por organismos y reglas diferentes, según la situación de la persona: por un lado, el CUD es gestionado ante la Andis, el retiro por invalidez es evaluado por la Superintendencia de Riesgos de Trabajo (SRT) y las pensiones no contributivas por invalidez, son gestionadas ante Andis, previa obtención de un Certificado Médico Obligatorio (CMO) en hospital público. Esta dispersión de competencias dificulta los controles, favorece irregularidades y retrasa la asistencia a quienes realmente la necesitan.
La experiencia muestra que, cuando el sistema depende de la discrecionalidad y no de reglas objetivas, la puerta al fraude queda abierta. Así fue que, por ejemplo, se generaron abusos masivos en el otorgamiento de pensiones antes de 2011, muchos de los cuales todavía persisten.
¿Cómo rediseñar el sistema?
La clave no es aumentar el presupuesto, sino reformar la arquitectura institucional y financiera del sistema. Algunas propuestas para avanzar son:
- unificar la evaluación de la discapacidad en un solo organismo con criterios objetivos y transparentes, adaptando, por ejemplo, el modelo de las comisiones médicas de la SRT;
- crear un fondo para financiar servicios sociales, administrado por la Andis, equivalente al menos al 0,5% del PIB y separado del sistema de salud;
- universalizar el acceso a servicios para todas las personas con CUD, sin importar su cobertura médica, con copagos escalonados según ingresos;
- modernizar la gestión mediante auditorías, control de calidad, registro de prestadores y uso de tecnología para seguimiento y trazabilidad.
La suspensión de pensiones irregulares demuestra que existe un problema serio de control. El veto a la ley no debería interpretarse como un freno a la inversión en discapacidad, sino como una oportunidad para ordenar el sistema antes de volcar más recursos.
Sin un rediseño integral, más plata no significará mejor cobertura: sino abrir la puerta a más fraude, más inequidad y más frustración para quienes dependen de un Estado que, hoy, destina la mayor parte del gasto a sostener un esquema ineficiente y desbalanceado.