Las elecciones de medio término son, en general, un dolor de cabeza para todos. El país se vuelve a poner en una especie de gran pausa “a la espera de” y, así, definiciones de peso tanto del sector privado como público quedan supeditadas a ese eterno compás de espera. Como si no tuviéramos demasiadas cosas por resolver, nos damos el lujo colectivamente de “restarle” tiempo, plata y energía al remo cotidiano hasta que el último domingo de octubre active otra vez el rumbo.
Estas elecciones tienen, además, un condimento particular. Siempre se leen como un test validador (o no) del Ejecutivo nacional: las provincias pueden usar su cintura para eludir los test locales y que se conviertan en una gran prueba para quien llegó al sillón de Rivadavia.
La Libertad Avanza aspiraba a presentar la dicotomía libertad versus kirchnerismo. Pero con Cristina Fernández detenida, esa polaridad se desdibujó. En paralelo, el oficialismo empezó a advertir que las diferentes estrategias que le habían permitido surfear con éxito el primer año de gobierno empiezan a crujir. El éxito arrollador de Milei de hace unos meses hoy no está tan claro.
Una de esas estrategias es la lengua filosa, combativa y grosera de Javier Milei. Es probable que en 2024, sin experiencia y en absoluta minoría, le haya servido como arma negociadora, pero parece que la vida útil de los malos modales se agotó. Hoy se los celebra su núcleo duro y fiel, pero ahuyenta a ese 26% del electorado que le prestó Juntos por el Cambio en el balotaje de noviembre de 2023. Su 28% original está, los improperios le fidelizan su piso, pero no le amplían el techo. Por eso prometió hace una semana que no usará más insultos. El tiempo dirá.
La segunda, el Congreso. La representación minoritaria es hoy la misma de cuando asumió: más allá de algunos movimientos puntuales, no es novedad que tiene apenas 10% de gente propia en el Senado y 15% en Diputados. Sin embargo, en 2024, logró aprobar la ley Bases y el paquete fiscal con esa escuálida representación. Hace algunas semanas se advirtió el giro: la oposición dialoguista pasó a la ofensiva, se volvió intransigente y una buena parte de los gobernadores se sublevó. Cinco armaron una coalición de centro, a la que llamaron Provincias Unidas. Ahí hay gobernadores de pensamiento tan disímil como Martín Llaryora, Maximiliano Pullaro e Ignacio Torres.
¿Qué pasó? Hay varias explicaciones concurrentes. Una es que carecen de mediador, un negociador perspicaz que vea venir el gol y ponga las manos. Algunos señalan que sí lo tienen, pero hay que habilitarlo: es decir, darle plata para que pueda atajar. Y para los “degenerados fiscales”, como los llama Milei, plata no hay; o no para todos. En vez de plata, podrían darles cargos en las listas: siempre está el no de Karina Milei.
La segunda razón es que se aproximan las elecciones. Obvio, cada sector apunta a fortalecerse en su discurso y diferenciarse de la competencia. En el último año, Llaryora jugó fuerte al “Córdoba no para”, pero ahora le dio un giro adicional: “Donde la Nación frenó, Córdoba decide avanzar”.
También es cierto que el poder de negociación de los gobernadores será menor después del 10 de diciembre. Milei necesitará construir mayorías para aprobar las leyes de fondo que propios y ajenos reconocen vitales para que el país crezca. Será difícil para los opositores negarse a debatir esas reformas de fondo si Milei gana por una diferencia contundente.
Y si bien es sabido que no alcanzará mayorías, podría contar con el tercio necesario para defender los vetos presidenciales, o estará a pocas bancas de alcanzar esa cifra. En ese caso, los votos de los gobernadores para bancar el veto valdrían menos.
¿Y si no hace una gran elección? También es una posibilidad. Los malos modales pueden ser tolerados siempre y cuando haya resultados superadores que ayuden a tolerar el trago amargo.
Esa estrategia, que sirvió en 2024, también puede estar agotada: es natural que los electorados siempre quieran más. “Conquistada” la baja de la inflación, ahora piden mejores trabajos, mejores rutas, mejores modales.
Cristina la vio primero. Los gobernadores le siguieron: ahora el objetivo es pegarle al corazón del plan económico o, de última, relativizar sus éxitos. Aparecen entonces las frases del tipo “superávit sí, pero con la gente adentro”, “los discapacitados son el límite” o “basta de licuarles los ingresos a los jubilados”.
Es curioso eso en boca de los kirchneristas, que rifaron el sistema previsional al meter por la ventana a 3,7 millones de jubilados, pasaron las pensiones por discapacidad de 90 mil a 1,2 millones y sacaron la inflación de la fórmula de movilidad cuando más hacía falta que estuviera en el cálculo. Las cajas no son infinitas, y entonces terminaron repartiendo entre muchos la misma torta.
La elección de medio término exacerba esa trampa del cortoplacismo argentino. Nada de fondo se podrá conseguir en dos años, ni siquiera en cuatro, si quien gobierna está pensando en la elección siguiente.
En otras elecciones, el Congreso se llamó al letargo: actividad cero hasta que pasara la elección. Hoy, regocijándose con la hiperminoría, kirchneristas y aliados varios arrinconan al Gobierno al embanderarse detrás de causas muy nobles, como el financiamiento universitario, los jubilados o la discapacidad. El éxito del plan económico sigue atado al superávit fiscal. En octubre se verá cuánto de esto avala (o no) la ciudadanía.