Mircea Eliade, historiador de las religiones, decía que la definición menos imperfecta de un mito es esta: la narración de un acontecimiento que ocurrió en un tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los orígenes en el que las hazañas de seres superiores traen la realidad a la existencia. Un relato sagrado que cuenta cómo algo que no existía comienza a ser.
En el fondo, todo político aspira a la gesta mítica, a fundar algo que antes no existía y que al aparecer lo explica todo. Lo quieren incluso los más venales: su ambición inconfesada es develar la primacía de la codicia.
Los dos líderes populistas que dominan la escena argentina se ven a sí mismos como héroes y narradores de su propio mito.
Javier Milei suele describirse a sí mismo como “un profeta en una distopía inevitable”. Alguien que viene a revelar la causa de todos los males de la sociedad argentina; a enfrentar al auténtico maligno bíblico y degollarlo de cuajo, como San Jorge al dragón. Según la última versión ensayada por el Presidente ante un auditorio religioso en Chaco, esa encarnación del maligno es el Estado. Cuya jefatura está ejerciendo el Presidente.

Para Milei, el Big Bang, la gran explosión original de su misión profética, fue el proto estallido hiperinflacionario del momento en que asumió: diciembre de 2023. Sostiene que en la primera semana de aquel diciembre la inflación diaria era del 1% y el índice de precios mayoristas mensual era del 54%, que anualizado llegaba a 17.000%.
Poco importan las críticas de los estadísticos por la dudosa consistencia del cálculo. No se valida con una fórmula, sino con el contrafáctico: lo cerca que estuvo la presidencia de Massa.
Lo que le interesa del dato es el énfasis. El mito es adversario del logos. Es adversario del logos, pero también de su forma moderna: la historia. Por eso la narración mítica de Milei suele dar una versión antojadiza de los tiempos primordiales en que la democracia liberal fundó la grandeza del país: las ideas de Juan Bautista Alberdi, la pujanza de la Generación del 80.
Un jardín del Edén, aludido de manera errática, sólo hasta el pecado original del populismo con que irrumpieron los radicales primero y los peronistas después.
Populismo económico, conviene aclarar. Porque el relato mileísta admite y elogia a los ideólogos del populismo político, sin el cual la batalla final contra las mil cabezas estatales de la hidra estaría de antemano condenada a la derrota. “El fuego se combate con fuego”, dice el Presidente. “No puede haber consenso entre el bien y el mal”. “Someterse a la exigencia de las formas es levantar una bandera blanca frente a un enemigo inclemente”. De ese modo justifica la convocatoria a odiar a quien considera sus enemigos.
Relatos en espejo
La misma construcción narrativa es la que Cristina Kirchner ha ejercido, percibiéndose a sí misma como el ámbar donde la historia argentina contemporánea ha condensado las virtudes indestructibles del nacionalismo popular.
Su relato mítico siempre arranca en el caos de 2001 y el orden nacido en 2003. Narra que fueron tan benéficas las dos décadas de enfrentar cipayos que dos marejadas todavía siguen mojando las playas del presente: la nostalgia de aquellos años dorados y la persecución de la que ella es víctima por haberse animado contra el opresor.
El mito cristinista también tropieza con su momento inexplicable. Los politólogos Pablo Touzón y Federico Zapata describieron ese instante: la constitución no escrita del último gobierno kirchnerista. O Alberto Fernández gobernaba con la agenda de 2011 a 2015, o Alberto Fernández no gobernaría. La realidad debía adaptarse al kirchnerismo, antes que el kirchnerismo interpretar la época. Cualquier similitud con la actual campaña “Cristina libre” no es fortuita. Para el mito, el interés del héroe es el interés del pueblo.

Una elaboración discursiva sofisticada de ese protagonismo excluyente la hizo Cristina con aquella expresión: “La patria es el otro”. Se reservaba el privilegio de la enunciación. Ella definía cómo traer al otro del caos, de regreso al orden de su civilización.
Según recuerda la académica Florencia Abadi, la raíz griega de la palabra mito alude al movimiento de entrecerrar los ojos. Para entrever la verdad de Narciso, por ejemplo. Narciso no se ama a sí mismo. Se fascina con su imagen. Muere sin poder alejarse de ella. Narciso no se sacrifica por egoísmo. Muere por su obsesión: ser admirado.
El problema de los narcisos políticos son las pasiones que desvelan. Agustín Laje dice que el uso del mal es legítimo para combatir el mal. Juan Grabois predica como mandato evangélico la resistencia al “terrorismo de Estado de baja intensidad”. Ambas son hipérboles peligrosas.
Si alguna idea valiosa dejó Alberdi, es que los liderazgos míticos no le convienen a la organización nacional. La gloria es una plaga, un medio estéril de infatuación.