A fines de junio, el Congreso sancionó un paquete de reformas previsionales que introducía varios cambios de impacto directo. Entre ellos, se incluía un incremento adicional del 7,2% en los haberes del régimen general a partir de agosto, junto con un aumento del bono previsional, que pasaba de $ 70 mil a $ 110 mil, con actualización automática atada a la movilidad. También se prorrogaba por dos años la vigencia de la moratoria previsional y se restituía un mecanismo de financiamiento automático para las cajas provinciales no transferidas.
El Poder Ejecutivo vetó las leyes previsionales en su totalidad junto con la ley de discapacidad, que de acuerdo con el FMI implicarían un gasto adicional del orden del 1,5 % del PIB. Y aunque no se acompañó una desagregación técnica, se argumentó que el impacto era incompatible con el equilibrio fiscal que el Gobierno busca sostener.
¿La reforma previsional ponía en riesgo el equilibrio fiscal?
La Oficina de Presupuesto del Congreso (OPC) estimó que el costo total de la ley representaría 0,79% del PIB anual: 0,41% por el incremento de los haberes y 0,38% por el aumento del bono. Si se adicionan los demás puntos aprobados en los proyectos previsionales, un reciente informe de Ieral apunta a un costo total de 1,2% del PIB.
Es decir, la reforma implicaba un incremento relevante del gasto público, que habría implicado pasar del equilibrio fiscal al déficit, y habría revertido la trayectoria de superávit registrada en el primer semestre, salvo que se implementaran medidas compensatorias por el lado del gasto o los ingresos.
En cuanto al financiamiento, el texto legal proponía cubrir el gasto con reasignaciones presupuestarias y eliminación de exenciones. Por ejemplo, se proyectaba la eliminación de beneficios fiscales a las Sociedades de Garantía Recíproca (SGR) y la utilización de partidas subejecutadas de otros organismos, como el Enacom, el Ministerio de Defensa, o bien programas como Conectar Igualdad y el de Infraestructura Universitaria. Sin embargo, la magnitud esperada de estas fuentes (aproximadamente un 0,4% del PIB) resultaba insuficiente para compensar la totalidad del gasto proyectado, lo que alimentó dudas sobre su viabilidad financiera.
En paralelo, se estimaba que la prórroga de la moratoria permitiría que 462 mil personas accedieran a una jubilación en los próximos dos años. Si bien esto ampliaba la cobertura, también incrementaba las presiones sobre un sistema que arrastra desequilibrios estructurales.
El veto no resolvió los problemas de fondo del sistema jubilatorio
El veto frenó la entrada en vigor de las leyes, pero no resolvió los problemas estructurales del sistema previsional. Con las moratorias vencidas, la única vía de acceso para quienes no completaron los 30 años de aportes es la Puam, lo que genera inequidades: alguien con 29 años aportados recibe lo mismo que quien nunca aportó. Esta situación refleja la falta de una solución sostenible y coherente.
El debate también expuso una tensión central: cómo ampliar la cobertura y mejorar los haberes sin comprometer el equilibrio fiscal. Las moratorias amplias y los bonos generalizados alivian en el corto plazo, pero generan incentivos contradictorios, acumulación de pasivos judiciales y mayor presión sobre el Presupuesto. Las propuestas vetadas no abordaban los déficits organizativos que explican la crisis del sistema.
El desafío ahora es no seguir demorando una reforma previsional integral. Esto implica avanzar hacia un esquema proporcional a los años aportados con un piso garantizado, revisar regímenes especiales, compatibilizar la Puam con el trabajo y establecer mecanismos automáticos de ajuste en función al cambio demográfico. Sin ese ordenamiento de fondo, cualquier solución será un parche más.
*Economista de Idesa