Javier Milei construyó ayer el primero y más dirimente de los consensos que necesita para encarar la segunda etapa de su gobierno: el de los electores.
Lo consiguió con un triunfo en las urnas superior a sus propias expectativas. Tanto desde la sumatoria general de voluntades como por su desarrollo territorial, imponiéndose en la mayoría de las provincias y empezando por la gigantesca Buenos Aires.
En su mensaje de triunfo, Milei convocó a construir un segundo consenso imprescindible: con gobernadores y legisladores de otro signo político para reconstituir el régimen de gobernabilidad dañado por la competencia electoral de este año.
Excluyó de esa convocatoria al kirchnerismo, con una ironía: “Creen que los problemas de la economía se solucionan haciendo la danza de la lluvia”, disparó.
El Presidente intentó lograr en su discurso un equilibrio precario entre el Milei temperamental que reclama siempre su núcleo duro, y el jefe de Estado que hasta el cierre de las urnas no sabía si hoy se despertaría asomándose al abismo de una crisis de gobernabilidad.
El 41% de los votos lo sacó de esa zona de riesgo.
En verdad, lo rescató un electorado que prefirió convalidar el rumbo económico pese a las dificultades evidentes de los últimos meses, antes que correr el riesgo de una nueva implosión institucional, de las que Argentina ha padecido cada vez que el Banco Central se queda sin reservas, el dólar comienza a subir sin freno y luego la inflación estalla.
“Fracaso definitivo” fue la expresión más utilizada por los adversarios de Milei en la campaña. Al final, era repetida sin matices por el kirchnerismo más duro y los moderados más blandos.
Algo falló en esa narrativa: o el fracaso no era tal -aunque las dificultades sean innegablemente ciertas– o una mayoría del electorado argentino eligió respaldar con su voto el rumbo económico porque el verdadero fracaso hubiese sido renunciar al esfuerzo hecho.
La elección se polarizó intensamente entre dos bloques: el de respaldo al rumbo económico de Milei y el de rechazo a ese programa, no sólo económico sino también reordenador del escenario político.
Milei, quien demolió con esmero digno de mejor causa muchas de las alianzas que lo llevaron al poder y le permitieron una gobernabilidad provisoria durante el primer tramo de su gestión, tuvo la habilidad (también la fortuna, diría Maquiavelo) de cerrar una alianza inesperada pero sustancial y clave para la emergencia: la que selló con Donald Trump.
Ese anclaje cambió drásticamente la escena política.
Los adversarios de Milei se refugiaron en el rechazo nacionalista, algunos, y otros pretendieron ignorar la relevancia de la novedad.
Lo cierto es que la palabra de Trump vino a certificar la gravedad de la decisión que iba a decantar ayer. A estar por los resultados, un 40 por ciento del electorado entendió de qué se trataba la advertencia.
El panorama para los adversarios de Milei es ahora más crítico. Axel Kicillof no pudo sostener la victoria de septiembre y Cristina Fernández debe estar recordando sus advertencias sobre el riesgo de desdoblar la elección bonaerense.
Pero ese es sólo su problema táctico. Más grave es la desorientación estratégica: el voto popular ratificó la distancia que tomó con ese espacio político desde el derrumbe de la gestión de Alberto Fernández. Ese enojo va camino a ser rencor.
El tibio intento de articulación de una alternativa intermedia -Provincias Unidas- colapsó antes de nacer.
Sólo el segundo puesto de Juan Schiaretti en Córdoba asoma como capital más que acotado. Maximiliano Pullaro salió tercero en Santa Fe; Ignacio Torres resultó en el mismo puesto en Chubut. Demasiado exiguo todo como para aspirar a una tercería de peso en la escena nacional.
Hasta la relevancia de su bloque en Diputados será menor tras el fortalecimiento de la bancada mileísta, que sólo con los propios alcanzará más de las 90 bancas que Guillermo Francos había señalado como anhelo al iniciar la campaña.
Milei se asomó al abismo y la gente lo rescató. Todo depende ahora de su temple para entender ese gesto.
























