Al sacerdote Jorge Bergoglio lo sedujo siempre esa idea que escribió Jorge Luis Borges sobre la eternidad: la de un Dios que cifra todo en su memoria. Salva el metal, salva la escoria. Y reafirma que sólo una cosa no hay: es el olvido.
Es una idea apropiada para la imagen de Dios de los cristianos; reconfortante porque provee a los creyentes de un sentido universal para sus vidas. El papa Francisco la predicó recitando Everness, el poema de Borges que la alude.
Lo cierto es que Borges nunca estuvo seguro de esa idea de eternidad y tuvo otras versiones sobre la idea de olvido. Tanto la muerte absoluta como la vida perdurable le parecían dos conceptos inabarcables, pero prefería para sí mismo la muerte y nada más.
Sobre el olvido humano, escribió de a ratos, como si fuese otra obsesión, entre espejos y laberintos. Sobre el olvido de Dios, desgranó algunos versos brutales. De Juan Manuel de Rosas, dijo: “Ya Dios lo habrá olvidado/ y es menos una injuria que una piedad/ demorar su infinita disolución/ con limosnas de odio”.
El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince publicó una novela en la que atribuye a Borges un poema que parece auténtico, y usó para el título de su narración una parte del primer verso: “Ya somos el olvido que seremos”.

Borges dice en ese poema olvidado: “No soy el insensato que se aferra/ al mágico sonido de su nombre/ Pienso con esperanza en aquel hombre/ que no sabrá que fui sobre la tierra”. Como todo hombre que predica una fe, Bergoglio siempre tuvo una idea distinta: quiso dejar un legado. Acaso no el renombre de sus logros; al menos, la memoria de sus gestos.
Los críticos de Bergoglio aseguran que dejó menos logros que gestos. Y que además esos gestos fueron en más de una ocasión contradictorios: que hay tantos gestos de Bergoglio como públicos disponibles. Que fue el papa que por primera vez habló de los homosexuales como personas a las que no juzgaría, pero aludiendo siempre a la homosexualidad como una avería. Que intentó derogar la excomunión a los divorciados, pero sólo consiguió una nota de sínodo, a pie de página, que delega la responsabilidad al albedrío de los confesores. Que promovió mujeres en la burocracia vaticana, pero nunca las imaginó celebrando misa. Que se rehusó a remover el celibato, esa rémora de los tiempos patrimoniales culposos de los boyantes Borgia.
Gestos contradictorios porque construyó su imagen pública con la aspiración implícita que aprendió en la cultura populista en la que se formó desde niño: constituirse al fin de cuentas en un significante vacío.
Esta afirmación es controversial, pero no antojadiza. Cuando algunos intelectuales lo plantearon, el Vaticano hizo un esfuerzo explicativo: publicó dos días antes de la Navidad de 2021 un artículo de Carlos María Galli, decano de Teología de la Universidad Católica Argentina, en la que aborda el significado de “pueblo, popular y populismo” para Francisco.
Las huellas de su formación populista fueron evidentes. Su marco teológico y político fue el del nacionalismo popular. Bergoglio comentó como papa los orígenes radicales de su familia; mencionó las visitas de Elpidio González, el yrigoyenista que murió en la austeridad más absoluta, con el hábito franciscano como mortaja. Es una cándida zoncera pedirla: no necesitaba una ficha de afiliación al peronismo para demostrar su preferencia –abrumadoramente gestual- con el movimiento histórico que sobrevino tras la destitución de aquel radicalismo.
Con esas ideas, llegó al papado. Con ellas bendijo a Nicolás Maduro; con las mismas criticó a Donald Trump.
Caminos opuestos
En Delirio americano, un ensayo ambicioso sobre la historia cultural y política de América latina, el colombiano Carlos Granés sostiene que la obra de Borges sólo se entiende por su decepción con el rumbo que tomó el nacionalismo popular en Argentina. Empezó a vaciar sus letras del criollismo temprano, renegó de la tradición patriotera.
La ideología es, a fin de cuentas, la forma más evidente de la ficción política. Borges se dedicó a explorar los umbrales entre lo real y lo ficticio hasta imaginar un universo inexistente, reseñado en una enciclopedia que se confundía con el mundo real hasta reemplazarlo.

Bergoglio eligió el camino opuesto. Encontró en la teología del pueblo la consagración evangélica de la polarización entre pueblo y oligarquía. Eso que Ernesto Laclau bendecía desde la cátedra laica. Una enseñanza, explica Granés, que “no advertía de los enormes males que se gestaban al dividir a las sociedades. Al contrario, señalaba que no había otra forma de entrar en una contienda electoral; eso era lo que definía lo político”.
Al fallecer Bergoglio, asistió a su funeral el presidente Javier Milei. Una nueva versión de la misma convicción populista. De una vertiente distinta, pero que también recurre al melodrama como ideología para oponer la dignidad de los excluidos por el festín de la casta. Porque, aunque el rumbo económico sea bien diferente, en política sigue siendo rentable la fabricación de la víctima. Ser víctima blinda contra las críticas, otorga la razón perpetua.
El Presidente cree que todavía no existe suficiente odio para castigar a sus críticos. ¿Cuánto odio sería suficiente? Sus defensores dicen, sin ruborizarse, que no existe asimetría entre el palacio y el llano. Que eso justifica a Milei, el adánico que refunda el país, para ser el cainita que insulta, porque es víctima.
No hay por qué sorprenderse con esa geometría. Simétrico en ese universo imaginario es Santiago Caputo, que según Milei tiene más poder que el jefe de todos los ministros, Guillermo Francos. Pero la realidad es autónoma de esa caprichosa imaginería; la asimetría es condición constitutiva del poder.
En el infierno de Dante conviven en el quinto círculo los iracundos y los perezosos. Un hallazgo florentino: los que insultan y agravian pueden convivir con la desidia. Nunca con la disidencia.