La Argentina lleva 120 años de decadencia. La afirmación es del economista Ricardo Arriazu, quien ancla la prosperidad posible para la Argentina en lo que ya hicimos entre 1870 y 1900. En aquel entonces, “duplicamos la producción, pasamos a ser la China del mundo: un país que atrajo ocho millones de inmigrantes netos y la mitad de los capitales de Inglaterra”. “Tenemos que repetirlo”, pide.
Dicen entre los economistas que hay cuatro tipos de países: los que están en desarrollo; los ya desarrollados; Japón, y la Argentina. Japón es el buen ejemplo, porque es el único que en menos de una generación se convirtió en un país próspero. Y la Argentina es el ejemplo contrario: tiró todo por la borda. Por ese entonces, creció de manera sostenida arriba del 6% anual. Para 1975, estaba en el 2,5%. Desde el regreso de la democracia, estamos en apenas el 0,5%. Una lágrima. La expansión de la pobreza y de la desigualdad social es la gran deuda pendiente de la democracia.
¿Por qué el mundo creció y nosotros caímos? ¿Por qué países como Chile y Perú, que estaban en el triste pelotón del medio, nos pasaron por encima? ¿Qué nos pasó?
Hay varias explicaciones. Una, ideológica: fue el nacionalismo cortoplacista; fue un progresismo ambivalente (a veces de izquierda, a veces algo de derecha), o fue el peronismo, que sólo exacerbó el consumo sin promover la inversión que eso requiere.
La económica es más simple: nos cerramos, nos dedicamos a hacer un poco de todo (que derivó en que todo sea malo y caro) y agigantamos el Estado prometiendo soberanía alimentaria. Y eso de ver la patria en el otro hasta niveles inviables. No hubo forma de llevar a cabo esas promesas.
Hace 15 años que la Argentina no crece. Producimos lo mismo y, como cada vez somos más habitantes, somos cada vez más pobres. Nuestra economía se va achicando; es de vuelo bajo, chiquitita. Ni siquiera hay que viajar para comprobar lo atrasados que estamos: una vuelta por Tik Tok es suficiente.
Parte de esa decadencia obedece a la pésima reacción de nuestros gobiernos para pilotear las crisis externas, desde la Segunda Guerra hasta la crisis de petróleo de mediados de los años 1970, pasando por el abrazo del oso a la convertibilidad cuando Brasil devaluó el real y acá le sacamos brillo al espejito del uno a uno. El mundo salió de cada crisis... Por el contrario, nosotros nos hundimos más. Peor aún: desaprovechamos una oportunidad histórica que nos habría llevado a las grandes ligas, quizá no en una generación, pero tal vez en dos o tres. Dejamos pasar el boom de las commodities. Pero acá estamos, festejando por lograr en un mes la inflación que otros países tienen en un año.
La oportunidad perdida
Más allá de que la Corte ratifique la condena a Cristina Kirchner; más allá de que quede en condiciones de ir presa; más allá de que no se pueda presentar nunca más como candidata (y denuncie proscripción), hay algo por lo que no ha sido juzgada, mucho más gravoso que la mismísima causa de Vialidad.
El imperdonable error que cometió el matrimonio Kirchner fue no haber aprovechado la oportunidad histórica que se le abrió a la Argentina después de la crisis de 2001-2002.
En esa década, sopló el viento de cola: la soja cabalgó por primera vez en la historia arriba de los U$S 600, la producción de granos se triplicó y la competitividad ganada tras la dolorosa devaluación duró unos largos dos años, ya que habíamos perdido la costumbre de indexar salarios, tarifas, jubilaciones y contratos. Había infraestructura suficiente que permitió, al menos en los primeros años, bancar el congelamiento de tarifas.
Nos fumamos las mejoras de una oportunidad histórica. Nos perdimos los años de las vacas gordas. Era el momento de guardar, de sentar las bases profundas para crecer de manera sostenida.
Pero no. El kirchnerismo se cebó, creyó que eso era para siempre y se dedicó a saquear todas las cajas con el exclusivo afán de perpetuarse en el poder.
Se reestatizaron los fondos de pensión y se compraron empresas que habían pasado al sector privado, que de inmediato pasaron a ser deficitarias. Se dieron moratorias que duplicaron la cantidad de pasivos: de 3,2 millones de jubilados y pensionados pasamos a tener 6,7 millones.
La Argentina podría haber agregado más valor a sus granos y hoy estar exportando por encima de los U$S 150 mil millones. Si se hubieran hecho los gasoductos troncales a tiempo, Vaca Muerta habría explotado hace dos décadas y nos hubiésemos ahorrado U$S 15 mil millones anuales en importaciones. Lo que nos falta hoy lo podríamos haber tenido.
El gasto público pasó del 20% al 37% del PIB durante las gestiones de Néstor y Cristina. Se desincentivó la exportación; se licuó el poder de la Región Centro como actor político de la Argentina; se protegieron corporaciones de amigos, como la de Tierra del Fuego. Todo se financió con impuestos a sectores muy competitivos, como el agro. Y cuando eso no alcanzó, se encendieron las máquinas de la impresión espuria.
La dirigencia política de entonces les aseguró a sus ciudadanos que éramos un país rico y que nos merecíamos un Estado gigantesco, que ofrecía el mejor de los bienestares posibles. Todos los gobernadores e intendentes se la creyeron y dieron cargos con estabilidad de por vida como quienes antes repartían la zapatilla izquierda antes de la elección, y la derecha, después.
Lo cierto es que no somos un país rico ni tenemos un sector privado dinámico y potente como para bancar los gastos de un Estado que no tiene para ofrecer más que pobrismo.
Todas las veces en las que mejoraron los términos del intercambio, la Argentina se patinó ese maná del cielo y gastó por encima de sus posibilidades. El kirchnerismo se calzó los lentes del cortoplacismo y se dedicó a repartir a tontas y a locas, a ubicar en cargos a sus militantes o a hacer negocios con Lázaro Báez.

El Estado es hoy insolvente, pero podría no serlo. Es gigantesco, pero no siempre lo fue. Esos errores garrafales se cometieron ahí, cuando el kirchnerismo llegó al poder y soñó con perpetuarse. Aunque eso no haya sido juzgado ni condenado.