Un contexto tenso, que puede subir de tono aún más en la semana que queda de campaña, precede a la elección de intendente de la ciudad de Córdoba.
La campaña capitalina ha quedado atrapada entre la elección provincial que pasó y las primarias nacionales que se vienen. Ambos procesos le aportan una complejidad a esta elección municipal, más allá de los propios ingredientes de una votación en la que está en juego algo más que los cargos de intendente y de concejales.
Es una elección que permitirá configurar el mapa del poder en Córdoba, más allá de que la delimitación completa será cuando estén definidas las próximas autoridades nacionales.
Los comicios provinciales dejaron un escenario abierto, a partir de que el peronismo cordobés se aseguró la continuidad en el poder de la mano de Martín Llaryora, pero con un fuerte retroceso del oficialismo en la Legislatura, la pérdida del principal organismo de contralor, como es el Tribunal de Cuentas, y la derrota en unas cuantas intendencias.
Ese avance de la oposición de Juntos por el Cambio recién podrá mensurarse si logra quedarse con un gobierno del volumen de la ciudad de Córdoba y, a la par, consolidar un liderazgo que contenga a una coalición que ha dado sobradas muestras de heterogeneidad.
Como contrapartida, el acotamiento de poder que tendrá Martín Llaryora respecto de sus antecesores Juan Schiaretti y José Manuel de la Sota tendrá su dimensión exacta en función de si retiene o no el municipio que actualmente gobierna.
La victoria clara de Llaryora en la Capital por unos siete puntos en la elección de gobernador no despejó ninguna incógnita sobre esta elección municipal que se nos viene. Varias razones convergen para ello: el resultado ajustado a nivel provincial, el triunfo opositor en otros tramos de la boleta –lo que evidenció que había voluntad de cambio pero no a través del candidato a gobernador que la oposición ofrecía– y la fuerte disparidad en la votación de cada uno de los barrios de la ciudad de Córdoba, entre otras.
Ese es el escenario de lo que está en juego, más allá de que los vecinos prioricen con su voto a quién le confían por cuatro años la administración de la segunda ciudad del país.
Trenes fantasma
Probablemente por todo eso la campaña haya entrado en un terreno por donde no transitó la reciente para gobernador. El de las denuncias, las acusaciones de hechos graves que rozan a los candidatos, aunque no sean ellos los directamente responsables de las presuntas irregularidades o delitos.
De una manera u otra, el oficialista Daniel Passerini y el opositor Rodrigo de Loredo ingresaron en ese barro, donde no dudaron en disparar acusaciones vinculadas al narcotráfico o a la violencia de género.
Lo que parece quedar claro es un grado de sobreactuación de oficialistas y opositores con ciertos temas, como por ejemplo los narcos, los cuales no sólo siguen gozando de impunidad sino que disfrutan de estas rencillas proselitistas mientras avanzan su presencia territorial y sus vínculos con distintos espacios de poder.
Es que, si los espacios mayoritarios tienen integrantes con algún grado de vinculación con la criminalidad, nadie puede acusar al otro mientras el flagelo crece y se consolida.
Y se reabre, por enésima vez, el tema de los armados políticos y de la confección de listas, hechas al son de un toma y daca de reparto por grupos internos o por dinero que permite escalar en las posiciones de las boletas. Boletas donde hay un par de dirigentes conocidos que enmascaran a pasajeros de un tren fantasma que terminan con bancas.
Se advierte desde hace rato, pero quedó claro tanto en la elección provincial como en esta municipal que ni Hacemos Unidos por Córdoba ni Juntos por el Cambio tienen autoridad para hacer señalamientos sobre este tema.
