Cara chica o cara grande, para el caso es lo mismo. El personaje histórico que aparece en el billete de 100 dólares estadounidenses es Benjamin Franklin. Nacido en Boston, en una familia humilde, no tuvo estudios, pero estudió de todo. Fue un autodidacta obsesivo, que dejó como legado una extensa obra escrita. Fue impulsor del primer periódico norteamericano, filósofo, político y diplomático. Si Prometeo perdió el hígado al robarles el fuego a los dioses, Franklin le arrebató, sin tanto aspaviento, el arma a Zeus: en sus tiempos libres, inventó el pararrayos.
De Franklin se dice que ideó un ardid para justificar la rebelión de las colonias norteamericanas frente a la corona inglesa. Los colonos estaban hartos de pagarle impuestos a Londres. Entonces hizo publicar en Londres un falso decreto del rey de Prusia que le reclamaba impuestos a Inglaterra, con el argumento de que en sus orígenes la isla británica fue colonizada por algunas tribus germanas. Ese Franklin desbordante y excesivo era el que aquí admiraba Domingo Sarmiento.
Cristina Kirchner reapareció en la escena política con una celada similar. Anunció que será candidata distrital en una sección del conurbano bonaerense porque no le interesa un lugar en ninguna lista, sino en la historia. El decreto lleva la firma del rey de Prusia. Aunque, como en la estratagema de Franklin, tal vez convenga analizar los considerandos.
La candidatura que lanzó Cristina es la primera prueba electoral que juega tras su postulación como vicepresidenta de Alberto Fernández. Cristina no quiso arriesgarse en las elecciones de 2023, argumentando una proscripción judicial que nunca fue. Ahora tampoco se lanza para un cargo nacional. Disputará un cargo menor, teniendo en cuenta la trayectoria que recuerda su primer aviso de campaña. Pero lo hará en un reducto electoral que la demografía recomienda no ignorar: ninguna provincia argentina supera en población a la tercera sección bonaerense, exceptuando –obviamente– la propia provincia de Buenos Aires.
El predominio del kirchnerismo en ese territorio ha sido constante. Precavida, Cristina Kirchner ya insinuó la lectura más conveniente de los resultados: si el PJ gana, habrá sido su triunfo. Si pierde, la derrota será consecuencia de una estrategia errónea de desdoblamiento electoral del malquerido de turno: Axel Kicillof.

Los funcionarios de Kicillof explican que no tenían opción al desdoblamiento: al incorporarse la boleta única para la elección nacional de octubre, una elección concurrente con la provincial demandaría una logística adecuada para que cada votante sufragase en menos de cuatro minutos. Un vértigo imposible de conseguir.
El decreto de Prusia también lo raspa a Kicillof, al acusarlo de arriesgar el triunfo bonaerense (y la supervivencia de todo el PJ nacional) por no firmar la unidad cediéndole la lapicera por completo a Máximo Kirchner. En las listas provinciales, en las nacionales y en las que pudiesen venir.
Cristina dice que Milei y Macri prometen marchar unidos, pero Kicillof está rompiendo todo y que eso se podría haber evitado si sobrevivían las Paso. Al mismo tiempo, recurre a la contradicción: pide una reforma constitucional para votar menos veces. Y como jefa del PJ nacional, reconoce de hecho su incompetencia para organizar una interna partidaria ecuánime, acotada al menos a su propio distrito.
Los argumentos apócrifos
Los argumentos de Cristina ocultan lo obvio: no le interesa la unidad con Kicillof, sino el sometimiento de Kicillof. Admitió ser presidenta del PJ nacional para elegir al próximo candidato presidencial de su partido.
Pero tampoco ese objetivo estratégico dice todo sobre la decisión de Cristina Kirchner. La Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene que definir la situación procesal de la expresidenta tras la doble condena en la causa Vialidad. Si se confirma la sentencia, la geriatría le evitará la prisión. El escenario deseado para Cristina sería ganar alguna elección, aunque sea menor. O declararse perseguida. Antes o después.
¿Alcanza ese objetivo para reclamar la historia? La expresidenta ha conseguido, después de cuatro mandatos kirchneristas, que el peronismo se transforme en una palabra indeseada para una vasta mayoría. Pero sigue negándoles legitimidad a quienes la derrotan. Mauricio Macri no ganó: fue el triunfo de una mafia cínica. Javier Milei tampoco ganó: es un esotérico desalmado. Más cruel que ella misma cuando bromeaba –por televisión, desde un tren– sobre los muertos en la tragedia de Once. ¿Más esotérico que José López Rega, esa violenta ultraderecha sobre la cual el peronismo finge demencia?
La expresidenta tampoco reconoce la doctrina de los actos propios. Dice que el de Alberto Fernández no fue su gobierno. Que Sergio Massa nunca fue su candidato. El infierno son los otros. Pero no todos los otros: hay un adversario al que nunca deja de hacerle un favor. A Javier Milei le dice que es un “marginal”. Celebración con champán en Olivos: nada mejor para Milei que ser identificado como un marginal de la casta. Y nada menos que por Cristina, la emperatriz de la casta.
Si se concreta, la candidatura provincial de Cristina será un nuevo desafío para Milei, similar al que se planteó contra el macrismo en la ciudad de Buenos Aires. Si Cristina gana en su reducto de la tercera sección bonaerense, todavía faltará la carrera nacional de octubre. La misma que Milei cree correr con ventaja. Si ella pierde, otra vez el Gobierno nacional habrá conseguido un doblete: triunfar en la general y dirimir una interna. En este caso, para mejor, una interna ajena.

Y si la candidatura, por esos avatares de las condenas irresueltas, termina siendo un espejismo, una ilusión, Milei celebrará el arrugue como si fuese un logro.
¿Tan seguro es el camino? No. Para todo eso, Milei necesita que el dólar siga valiendo más o menos lo mismo hasta las elecciones.
Ya lo dijo el mismo Franklin, que sonríe como la Mona Lisa, pero desde el billete verde: “En este mundo, nada puede decirse con certeza, salvo la muerte y los impuestos”.