¿Qué hacer con los chicos en vacaciones?
Puntual como pocas, esta pregunta invade los hogares con hijos apenas se interrumpe la actividad escolar.
Padres, madres y demás cuidadores se miran entre sí, sorprendidos y amenazados. Tal vez advierten el cansancio que sobrevendrá.
La pregunta, simple en apariencia, no lo es. Esconde un pedido de ayuda para imaginar cómo resolver dos semanas con la prole a tiempo completo.
Es entonces cuando resucita el valor de la escuela: ¿cómo gestionar este tiempo sin ese básico ordenador social de niños y adolescentes?
Porque son las instituciones educativas –con sus normas, acuerdos y límites– las que instalan hábitos infantiles: horarios, indumentaria, actividades organizadas, socialización, recreos y hasta momentos para alimentarse.
Las vacaciones carecen del orden escolar. Los chicos amanecen a horas insólitas, “picotean” alimentos, abusan de la tecnología digital y no consideran el valor de los recreos. Todo esto, y más, mientras claman a viva voz que están “aburridos”.
La pregunta vira a qué hacer con los chicos cuando no van a la escuela.
Familias con niños pequeños resuelven mejor este dilema. Durante la primera infancia, la mayoría no cambia sus rutinas protectoras: come con igual regularidad, juega con objetos simples y duerme a horas predecibles (en la “cama grande”, por supuesto).
Antes de los 5 años, niños y niñas son más benévolos con los padres. Se conforman con un patio, un balcón amplio o una plaza cercana, y siempre prefieren “quedarse en casa”, ya que los traslados desordenan sus costumbres y hasta llegan a enfermarlos.
En contraste, la tensión vacacional es otra en muchas familias con niños mayores, en especial si los chicos han cruzado la fatídica frontera que representa tener teléfono propio.
Sin escuela, sonríen poco, protestan mucho y el día se les hace incomprensiblemente largo. Las salidas programadas no alcanzan para satisfacer sus aceitados reclamos de entretenimiento perpetuo, ya que siempre les queda “algo” por hacer, visitar, comer y/o comprar, que no lograron.
Los esfuerzos de sus mayores –en ciertos casos, titánicos– conforman a medias a estos profesionales de la ingratitud, lo que, a medida que pasan los días, agota la paciencia y el bolsillo adulto. La probabilidad de confrontar aumenta.
La pregunta surge natural: ¿cómo negociar la convivencia forzosa en vacaciones con los “aburridos”?
Cada núcleo familiar conoce (o debería conocer) algún tipo de orden cotidiano para los hijos/as; tan cercanos en el afecto y tan lejanos en ese tiempo “vacío”.
(Nota: “vacación” proviene del latín vacatio: desocupado, vacante, vacío).
Literales por naturaleza, los chicos esperan “ser felices”; ese deseo declarado por sus padres desde antes de que nacieran y repetido en voz alta.
(Nota: niños y adolescentes suelen confundir felicidad con estar entretenidos. Esto explica parte de su inconformismo y algunas frustraciones).
Una última, pero fundamental pregunta, queda en el aire: ¿Qué hacer con los chicos? (en general).
Ayuda que los hijos comprendan que, con o sin vacaciones, la mayoría de los días son parecidos y monótonos; sólo algunos llegan a ser brillantes y divertidos.
También, que con hábitos familiares previos es posible transitar diferentes períodos con relativa calma. Vacacionar es una insospechada oportunidad para vaciarse de lo que molesta o perturba; tal vez al realizar menos actividades algunos se sientan más livianos, o más sanos.
Ya pasó una semana; queda otra. Por pura justicia social, merecen ser comprendidos aquellos padres que, pensando en la armonía general, cuentan los días que faltan para que los chicos vuelvan a clase.
*Médico