Es uno de esos lugares a los que había jurado nunca volver. Pero a esta altura, debería desconfiar de adverbios absolutos y dejar de usar el verbo “jurar”. Los “nunca” no son eternos, y los regresos, muchas veces, no son voluntarios.
Así que aquí estoy, parada al frente de este portal del mal, del que emerge música atronadora, con las piernas firmes como una gladiadora romana, lista para enfrentar esta batalla con calzas de estampa floreada.
Cruzo el umbral del gimnasio y doy un pequeño paso para una mujer que es el gran paso derrotado de una señora que juró en vano.
Quizá es idea mía, pero creo que los gimnasios volvieron a ocupar el lugar de las canchas de pádel y de los cyber: hay tres por cuadra, siempre están llenos y la gente los usa en horarios insólitos.
Ignoro si se debe a un revival del bienestar y de la vida sana o simplemente a un fenómeno casi religioso de multiplicación de templos de la vanidad. No me importa: estoy más allá de ambas cosas.
Antes del ingreso, me coloco mi escudo protector: unos auriculares estrambóticos, que por ahora están apagados pero cumplen su función: dar el mensaje claro de que no quiero ningún contacto social.
Como un gesto de ironía esnob que no le importa a nadie, elijo una remera con la inscripción “Valar morghulis”, que en el idioma valyrio de los libros Canción de hielo y fuego significa “Todos los hombres van a morir”. Me parece un gran mensaje subliminal para recordarles su propia mortalidad a personas que forjan cuerpos hercúleos.
No llego con las manos vacías. Llevo en mi teléfono celular un plan de ejercicios que me hizo una amiga personal trainner y que me evita hacerle preguntas tontas al profesor. Tengo mi rutina armada y la haré como yo quiera, aunque ignore casi todo de la anatomía humana.
Primer paso
El primer paso es un desafío para los neuróticos con cierto apego a la limpieza: sentarnos en una bicicleta intentando olvidar que hace minutos estuvo incrustada en la ingle de alguien más. Me niego a quedar como una obsesiva que pone una toalla arriba del asiento. Así que calculo cuál de todas es la bici que más tiempo tuvo para orearse y empiezo a pedalear.
Ahora sí, elijo un pódcast de los que seleccioné previamente, me dedico a escuchar un diálogo entre dos chicas que suelen ser muy graciosas e intento reírme con carcajadas moderadas. Si los parlantes del gimnasio tiemblan al son de “A ella le gusta la gasolina / dame más gasolina”, no lo sé ni me importa.
Lo admito: la concentración que requiere prestar atención a un audio impide hacer un cálculo preciso de los minutos que le dedico a la bicicleta. Tampoco me permite contar con exactitud si hice 10 o 35 series de movimientos de un músculo. Y suelo olvidarme si ejercito ambas piernas la misma cantidad de veces. Pero es eso o exponerme a la radiación de Gasolina.
Mi plan me indica que a continuación debo usar una máquina para trabajar los cuádriceps (antes, googleo en el teléfono a qué parte del cuerpo corresponden). Pero está ocupada por un chico que, mientras dobla las rodillas, habla con dos más que están al lado. Cuando uno termina, le deja el lugar al otro; y así estarán durante más de media hora.
Salteo el ejercicio del plan y paso al siguiente, otro cuya máquina también está ocupada. Pero esta vez es por una chica que, mientras ejercita sus isquiotibiales, se enrula un mechón de pelo y conversa entre pestañeos con quien deduzco que es su novio.
En cada descanso, se besan, se ríen, van juntos al pasillo a recargar sus botellas de agua y reproducen un ritual de seducción sacado de contexto. Me intriga por qué no se van a un bar, a hacer lo mismo entre mojitos; la cosa sana.
El resto de las máquinas que debo usar acorde con el plan están ocupadas, así que entiendo que lo mejor será hacerme de dos mancuernas y reforzar el tema brazos.
Tengo suerte: las pesas que puedo levantar son tamaño Barbie, están retiradas a un costado, solitas mi alma, sin que nadie las use. Levantarlas es como estamparse una letras escarlata en la frente (en los bíceps, en este caso), así que aprovecho la vergüenza ajena para darles tonicidad a esos músculos.
Criaturas mitológicas
Miro a mi alrededor. Si tuviera que hacer una estadística de la población del gimnasio a esta hora del día, cuando cae el sol, el 80% son varones de menos de 30 años. A algunos las venas del cuello les delatan los esfuerzos descomunales que hacen para esculpirse. A otros, se nota que les hizo efecto, tras meses de insistencia.
Hay también un extraño modelo mitológico, “sirena” o “centauro” los llamo: personas con la mitad superior del cuerpo enorme y la inferior escuálida.
Hay, también, hábitos extendidos: varios de ellos usan alternadamente dos máquinas y se “guardan” el lugar dejando allí un buzo o una botella de agua, como niños que ocupan un lugar en el banco de la escuela con una mochila, como alguien que cuelga el cartel de “ocupado” y se va al baño.
Así, la demarcación territorial se traduce en la invasión de esos cuerpos peludos como si el gimnasio fuera una continuación de su propiedad privada, como si esas máquinas sobrecargadas de peso les pertenecieran por derecho divino por más de los 10 minutos razonables para hacerlas compartibles.
Debo ser justa: también hay (en menos proporción, pero hay) señoras mayores que desafiaron todas las leyes de gravedad; niños casi adolescentes en pleno desarrollo que intentan levantar su propio peso en hierro; señores muy amables que te preguntan si querés compartir el uso de una máquina, y profes atentos a corregirte con paciencia si les preguntás cualquier pavada.
Y hay, claro, una señora alienada, que usa unos auriculares ridículamente grandes y levanta unas pesas absurdamente chicas, con una remera pasada de moda, riéndose a cada rato vaya uno a saber de qué.