El 28 de julio de 1865, un grupo de colonos galeses desembarcó en lo que hoy es Puerto Madryn. 160 años después, un pequeño viaje de vacaciones muy deseadas por mi esposa y por mí representó la oportunidad de reportar algunas experiencias que escribo para no olvidar.
Ya había visitado Madryn en 1982 o 1983, cuando tenía 2 o 3 años. Fui con mi familia a visitar a Horacio Ruiz Lasta, pintor nómade que nació en La Plata, vivió en San Cayetano, provincia de Buenos Aires, y solía vacacionar en Orense, en la costa bonaerense, pero desarrolló la mayoría de su carrera en Tandil.
En algún momento de 1979, levantó campamento y partió con los suyos al gran sur, donde siguió pintando los paisajes rurales que recordaba de su infancia.
De aquel viaje a Madryn de niño sólo permanecen una foto con mi hermana y una de sus hijas, y el relato difuso de mi padre: al volver a Tandil en 1983, Ruiz y su familia pararon en casa, mientras encontraban vivienda propia.
Como bien señala Guillermo Saccomanno en Escrito en Patagonia, publicado este año por La Flor Azul, y como vemos en las muchas películas de Carlos Sorín y de Pablo Trapero, el sur argentino representa una especie de tabula rasa para quienes desean comenzar de nuevo, hartos de las grandes urbes de Bahía Blanca para arriba.
Conozco al menos a una decena de personas que se mudaron a la Patagonia. No son “nyc” (nacidos y criados), sino “llyq” o “vyq” (llegados o venidos y quedados). Diego Acuña, del Museo Histórico Juan Meisen Ebene, llegó de Rosario, y Karina Gil, la referente del Museo de Arte de Madryn, es de Punta Alta.
La ciudad pasó de pueblo a ciudad intermedia en 40 años por acción de los forasteros; hoy —permítame el lector incurrir en el fetiche del dato numérico— tiene más de 120 mil habitantes.
Silencio y amabilidad
Lo primero que puede percibir el viajero hastiado del mundanal ruido es precisamente el silencio de la Patagonia, que se parece al que tanto anhela el insurrecto Albert Brock en el relato “El asesino”, de Ray Bradbury. Cansado de la música y los ruidos de chirimbolos electrónicos, Brock emprende una campaña de asesinatos contra los demandantes implementos tecnológicos que no paran de sonar. Esto, recordemos, lo publicó en 1953.
El silencio en la costa de Madryn es de nubes de algodón, un “blando, suave y callado material”, según el cuento, ocasionalmente interrumpido por cantos de aves desconocidos por mí o por el oleaje que golpea contra la orilla. Y ¡qué deleite el frío de los paseos nocturnos por las calles céntricas para ir al cine o hacer las compras!
Si el silencio se puede valorar positivamente, también cabría hacerlo con la amabilidad de los madrynenses. Aunque un taxista llegado de Bolivia hace varias décadas nos comentó que es por el turismo (¿quién quiere una ciudad turística hostil hacia quienes recibe?), uno podría relacionar la cuestión con la hospitalidad.
En áreas de aridez y distancias en las que sólo se perciben bardas, coirones, jarillas y turbinas eólicas, tender una mano amiga al eventual contrariado cobra dimensiones bíblicas.
Pude observar otros dos puntos de interés: la conservación del ambiente –que percibí ubicua– y la importancia dada a los inmigrantes galeses y a los pueblos originarios.
Los habitantes del mar
Quizá el propósito central de la visita a Madryn haya sido embarcarnos para ver de cerca las ballenas. La temporada resultó en un récord de avistajes de ballenatos, lo que significa, sin duda, una excelente noticia.
Lamentablemente, mi memoria tiende a recordarme las cosas más idiotas o triviales, como la vergonzosa canción de Las Manos de Filippi, que repite “qué me importan las ballenas”; por suerte, la naturaleza se impone a la imbecilidad humana.
Pero antes de embarcar en Puerto Pirámides, visitamos el majestuoso Ecocentro, donde escuchamos una charla dada por Juan Carlos López, pionero en el estudio de las orcas, que las exoneraba de su fama asesina.
En tiempos en los que los ignorantes gritan y patalean cada vez más fuerte, hay que escuchar a quienes saben. También vimos la muestra, inspirada en una máxima de Henry David Thoreau, Todo lo bueno es libre y salvaje, del artista-naturalista Juan de Souza, con excelentes ilustraciones de las especies animales de la región.
Complementamos el apartado natural con una visita a Punta Pirámides para ver las ballenas desde la costa. La sorpresa fue que logré divisar a simple vista un par de orcas. Se me ocurrió avisarle de la novedad al guardaparques de turno:
—Hay orcas ahí.
—Imposible, llevo muchos años acá y nunca vi orcas. Son ballenas.
Humillado, salí de la caseta, temeroso de la araña que los guardafaunas conservan en un frasco arriba del mostrador. Pero la verdad siempre sale a la luz: al día siguiente, los diarios locales reportaron la aparición de grupos de orcas en El Doradillo. Resulté vindicado por el dios cetáceo.
Nativos y colonos
Todavía debo comprobar en detalle el aparente entendimiento que existió entre los colonos galeses y los pueblos que ya habitaban la región, pero sirvan como notas provisorias estas líneas.
En La colonización galesa en el valle de Chubut (1977), de Bernabé Martínez Ruiz –historiador español recibido en la UBA–, el autor describe de esta manera el encuentro entre los recién llegados y quienes ya estaban: “Los galeses, hombres pacíficos, armados con su Biblia y vistiendo barbas patriarcales, se encontraron con una raza de indios en total decadencia. Sus costumbres guerreras habían sido totalmente olvidadas. El encuentro entre dos pueblos fue beneficioso para ambos”.
El autor destaca la honradez de los tehuelches entre ellos, virtud que, sin embargo, no ejercían hacia otros. Con los galeses –exceptuando el robo de caballos, que fueron recuperados– el trato fue decente.
El 19 de abril de 1866 se produjo el primer encuentro, y a pesar de la barrera lingüística, acordaron un intercambio de conocimiento y productos: los indios instruyeron a los colonos en la caza de animales salvajes y canjearon ginebra, tabaco, azúcar o yerba por carne de guanaco y avestruz, por ejemplo.
El historiador opina que los tehuelches eran “de mentalidad infantil” y no representaron peligro para la colonia “en ningún momento”.
Esperando nuestro colectivo de regreso, vi cómo un televisor de la terminal proyectaba sin cesar un video armado con IA, en el que el indio del Monumento al Indio cerca de Punta Cuevas saltaba del pedestal y se transformaba en Franco Colapinto a bordo de su auto de F1, para dar un extraño mensaje de aliento patagónico al exitoso automovilista.
Madryn significó esto para mí. No obstante, me quedó por conocer la simpática y bicolor marcha de los pingüinos de Magallanes, y al poeta Ariel Williams, a quien pude contactar por celular tiempo después de mi retorno, gracias a la mediación de un escritor amigo en común.























