Nada tiene de especial sentirse especial. Nos ocurre a todos, en mayor o menor medida. Y por diversas razones. No necesariamente el oficio, la vocación o el grado académico de una persona determinan ese sentimiento.
Un jurista, por ejemplo, puede sentirse especial por haber sido el primero de su barrio en llenar un álbum de figuritas cuando era niño. Un arquitecto, por ser capaz de cantar el Himno Nacional en jerigonza: “Oípáid páomopartáles, el páegríto sápagrapáado”. Un profesor de Química, por tocarse a toda velocidad la oreja izquierda con la mano derecha, y viceversa.
Los ejemplos abundan. Todos conocemos a alguien que se cree especial por saber la exacta temperatura del agua para el mate, aun cuando no haya participado en una competencia oficial contra uruguayos o entrerrianos.
En la multitudinaria congregación masculina de quienes juegan al fútbol con amigos, siempre hay uno que se jacta de poder “matar” con el empeine una pelota lanzada desde lejos, sin importarle a cuántos grados de separación se sitúa de Ronaldinho o de Messi.
Incluso hay quienes se proclaman especiales por haber descubierto la combinación alquímica entre jabón líquido y lavandina que deja impecable la ropa interior.
Los ejemplos abundan, sí, pero la atención del lector no. Así que pasemos al tema que justifica estos ejemplos aleatorios.
Talento oculto
Como todas esas personas reales o imaginarias, yo también me creo especial. Mi talento oculto es la sensibilidad para las coincidencias. Me considero un laboratorio ambulante de la teoría de la sincronicidad. Mi experiencia acumulada podría servir de base para confirmar el fenómeno tal como lo describe Gustav Jung o como lo plantea la física cuántica.
Ya no recuerdo cuándo me di cuenta por primera vez de que las casualidades eran más frecuentes en mi vida que en la de otras personas. No es algo que haya empezado en mi infancia: apareció mucho después, cuando ya estaba estudiando en la universidad. Tal vez por el aumento exponencial en la frecuencia de lecturas, mi mente se volvió más sensible a las conexiones y a las asociaciones que la realidad me regala sin ninguna intención aparente, aunque es inevitable interpretarlas como señales del destino.
Si bien jamás me puse a clasificar los tipos de coincidencias que me han afectado desde entonces hasta el presente, ahora mismo me viene a la memoria una casualidad que bien merece catalogarse como sentimental.
En 1984 tuve que viajar de manera imprevista a Sunchales, la ciudad donde nací, porque me avisaron que mi abuela estaba muy grave. No había un ómnibus directo, así que no me quedaban más opciones que hacer una combinación en San Francisco.
Como las malas noticias tienden a complotarse, unos pocos días antes me había dejado una novia cuyo apodo debo revelar en beneficio de la anécdota: Jenny.
Mientras caminaba entre los negocios de la terminal a la espera del ómnibus que me llevaría a Sunchales, me crucé con una pequeña librería. Estaba cerrada, pero tenía las luces encendidas. Un título me llamó la atención en la vidriera. Mejor dicho: me ardió como una punzada en el estómago. Jenny. Sí, Jenny.
Tanto el diseño de la portada como el nombre de la autora (Sigrid Undset, premio Nobel de 1928, verificado en Google) se borraron enseguida de mi memoria. La tipografía pop del título, en cambio, quedó impresa hasta hoy en mis ojos, como si las lágrimas apenas contenidas tuvieran la propiedad de los líquidos que se usan para revelar fotos.
Perdido en la traducción
Podría ofrecer otros 100 ejemplos de casualidades de distintas categorías. Sin embargo, esta larga digresión introductoria sólo fue un rodeo para llegar al episodio de sincronicidad más increíble que me tocó vivir.
En 2016 yo estaba traduciendo el libro Sordidísimos, de Pascal Quignard. Una serie de anécdotas, fábulas y reflexiones acerca del nexo entre la suciedad y lo sagrado, entre lo fascinante y lo repugnante. Cada vez que me atrevo a releer algún fragmento de ese libro, la traducción me resulta espantosa. La hice sin otro interés que ganarme unos pesos, pero sus defectos no provienen de mis tristes especulaciones económicas sino de la fatiga mental que me impedía encontrar las palabras adecuadas y articularlas en frases precisas.
El hecho es que en el capítulo XVIII me esperaba un término que nunca antes había leído ni escuchado: “mirobole”, sustantivo, y “mirobolant”, adjetivo. Quignard, experto en etimologías, apenas si se tomaba el trabajo de explicar el sentido en su texto, como si cualquiera persona que leyera en francés pudiese entenderlo de inmediato.
No tuve más remedio que incluir una nota a pie de página, lo que en un traductor siempre es una confesión de impotencia disfrazada de erudición. Aquí va la mía: “Las palabras ‘mirobolo’ y ‘mirobolante’ con las que traduzco mirobole y mirobolant no figuran en el diccionario de la Real Academia. Sin embargo, “mirobolante” ya fue utilizada por el escritor modernista colombiano José Vargas Vila en el título de su libro El joyel mirobolante (1937). En francés, mirobolant es un adjetivo y significa “maravilloso”, aunque puede tener un sentido irónico. Si bien proviene de la palabra griega myrobolan (fruto utilizado para hacer remedios), su significado actual en francés, que se remonta a principios del siglo XIX, es independiente de esa raíz etimológica. Según Benjamin Leogarant, citado en el diccionario Littré, sería producto de la apropiación popular del nombre de un médico (Myrobolan) de la comedia Crispin, medicin, de Noel Hauteroche. Como este médico curaba todo con pastillas, parecía milagroso (miraculeux), y la gente le dio ese sentido a la palabra 'myrobolant‘, cuya ortografía varió a ‘mirobolant’”.
Algunos días después (me encantaría precisar la fecha, pero no la anoté y se perdió en el flujo constante de noticias), el entonces gobernador Juan Schiaretti, en medio de una entrevista informal transmitida por un noticiero televisivo, empleó una frase donde fulguró el adjetivo “mirobolante”. Digo “fulguró” porque me produjo el equivalente auditivo de un encandilamiento. El resto de la frase fue fulminada por el resplandor de la coincidencia.
¿Cómo podía ser que el gobernador pronunciara una palabra tan ajena al léxico habitual de los argentinos? ¿Venía de sus antepasados italianos? ¿La habría escuchado de su abuela o de sus padres? ¿Habría leído a Vargas Vila en su juventud, cuando el escritor colombiano ya había pasado de moda?
Fin del enigma
Más allá de que Schiaretti no se caracteriza por ser un gran orador, siempre cuida su lenguaje y hay algo de otra época en su manera de hablar, todavía marcada por los buenos modales. En el contexto de la entrevista, “mirobolante” debía entenderse como un sinónimo de “bolazo”.
En mi búsqueda por los diccionarios, no había indicios de que en su viaje desde Grecia a Francia el vocablo se hubiera propagado por los dialectos de Italia. Pero era una posibilidad. La solución del enigma quedó pendiente, y cada vez que yo reflotaba la anécdota frente a mis compañeros del diario, la incógnita volvía a plantearse.
Virginia Guevara fue la única que se hizo eco de mi ansiedad lingüística. No sé si por diversión o por cansancio. Lo cierto es que en 2023, cuando Schiaretti se despedía como gobernador, pactó una entrevista con La Voz a la que Virginia fue invitada junto con otros periodistas. Medio en serio, medio en broma, le rogué que le preguntara por la famosa palabra. Era la oportunidad perfecta, pero sería difícil encontrar el momento justo para plantear el tema, dado que carecía de relevancia periodística. Traducido al lenguaje estadístico, expresaba el interés de un único contribuyente provincial.
Al día siguiente Virginia me dijo:
–Le pregunté al “Gringo” por la palabra..
–¿Sí? No te puedo creer…
–La usan mucho en Brasil; la escuchó cuando trabajaba en Fiat y se le quedó pegada.
En un texto dedicado a los galicismos en portugués, Ignacio Vázquez Diéguez data el ingreso del término en la lengua lusa en 1899, con el doble sentido de admirable y de estrafalario. No se escribe mirobolante sino mirabolante.
La solución del enigma puede parecer decepcionante, como suelen ser todas las soluciones, pero el episodio de sincronicidad sigue haciéndome sentir ingenuamente especial. Si fue una señal del destino, aún no la he descifrado.