Miedo a la oscuridad, a los ladridos, a las tormentas eléctricas.
Miedo a perder a un ser querido, al ruido de las ventanas cuando el viento las azota.
Miedo a entrar en “salita de tres”.
Estos son algunos de los miedos en niños; distintos a los de los mayores, que se atemorizan con las grandes alturas, las enfermedades o si deben hablar en público.
No se concibe la vida humana sin miedos. Son emociones que facilitan adaptarse a diferentes situaciones o ámbitos y que, por eso, nos protegen de peligros (reales o imaginarios).
Los miedos no son ingénitos; se elaboran a partir de experiencias: la mitad, traumáticas; la otra mitad, contagiadas por adultos.
Hasta aproximadamente los primeros 2 años de vida, chicos y chicas no parecen tener miedos propios. Interactúan con el medio de manera creciente y desaforada.
Su naturaleza exploradora los hace gatear por bordes peligrosos, tocar materiales calientes, beber líquidos de dudosa potabilidad o asomarse a balcones sin protección. Lejos de sentir miedo, lo provocan en sus cuidadores, que no pueden dejar de observarlos en cada minuto de cada hora.
Algunos son más cuidadosos que otros, pero en todos predomina la denominada “pulsión de búsqueda”. Entonces descubren algo y lo miran; luego lo agarran, lo chupan, lo arrojan y vuelven a empezar, una y otra vez. Sólo un grito de advertencia los detiene por un instante; para retomar enseguida ese y otros experimentos.
Es recién después de los 2 años cuando debutan algunos miedos. Inquietudes por lo que “hay debajo de una cama” -personas o “monstruos”-; por sitios oscuros; por ruidos que antes no perturbaban; por descubrirse heridas en el cuerpo; por rostros de desconocidos (por ellos).
Lejos de constituir trastornos, los miedos moderados que comienzan a esa edad son la mejor prueba de que están creciendo; de que inician una etapa que los conduce a una mayor madurez.
Esto será así en tanto sus mayores no acompañen con gritos, caras de espanto u otras reacciones exageradas. Sin modelos a imitar, esos miedos se irán apagando y desapareciendo entre los 5 y 6 años de edad.
De todos modos, ciertos temores podrían persistir, como el de ser mordido por un animal, el miedo a los insectos o a los truenos. La lista podría ser más larga si padre, madre o abuelos son insistentes en transmitir miedos propios.
Sin antónimo
La palabra miedo no tiene un término opuesto.
Se suele nombrar como “valiente, arrojado o audaz” al niño que no muestra temores similares a sus amigos, pero que el término original no tenga antónimo define a esta emoción como pintorescamente única; sin un sustantivo antagonista que ayude a transitar los miedos sin secuelas.
Así planteado, los naturales y frecuentes miedos infantiles son pasajeros.
En aquellos casos en los que la intensidad es llamativa o la duración excede los límites citados, cabe asomarse a la historia personal de cada niño a fin de identificar circunstancias que le hayan hecho percibir abandono.
Pero no interpretado desde una mirada adulta -externa, objetiva y usualmente equivocada- sino desde la de ellos.
En eso consiste el desafío: en reconocer momentos o lugares en los que un/a niño/a se sintió lejos u olvidado.
A veces basta con repetir la anécdota de cuando se perdió en un almacén. A veces, buscarlo dos minutos después de la hora programada.
Con esas y otras sutilezas, los chicos construyen su memoria emocional.
Médico