Si hablar de algo es sinónimo de que aquello a lo que nos referimos sigue existiendo, no mencionarlo o hacerlo al pasar puede significar su ocaso en ciernes.
El partido más longevo del país no tiene protagonismo en la conversación pública y su participación, inorgánica y atomizada en múltiples partes, sin cohesión ni coherencia, carece de impacto concreto.
Ni siquiera el efectismo que suscitan las redes pudo atraer a sus alicaídos dirigentes como herramienta eficaz para asomar en la discusión sobre los temas que agobian al país.
Su poder territorial y su representación parlamentaria disminuyen elección tras elección. Entonces, lo que se exhibía como un activo en el contexto de su largo declinar tras el estrepitoso fracaso de la administración de Fernando de la Rúa, sólo es un espejismo que, a esta altura, no disimula la realidad crítica del partido surgido tras la Revolución del Parque, en 1890.
Una estructura rígida
Los partidos están en crisis y no es una novedad que quienes votamos lo hacemos por determinadas figuras en particular, seducidos por sus ideas, estilo o porque nos vemos reflejados en lo que dicen y en cómo lo dicen, más motivados por cuestiones subjetivas que por interpretaciones racionales de la consistencia y viabilidad de sus propuestas para el abordaje de los temas que nos interesan.
En esta realidad, que excede lo local, la estructura tradicional de la UCR se presenta rígida e incapaz de procesar, interpretar y señalar cursos posibles de acción, dada la velocidad e intensidad de los cambios sociales contemporáneos. Y sus propias carencias.
Del mismo modo que definir qué es el peronismo genera un intenso debate, definir qué es el radicalismo hoy también debería provocarlo. Pero eso tampoco ocurre.
Ocuparnos en buscar la respuesta al primer interrogante y no al segundo es una prueba de lo que sugerimos en el primer párrafo: es consecuencia de la pérdida del peso político, acompañada de un desinterés público inédito, del partido de Hipólito Yrigoyen.
Sin líderes visibles
Quizá haya sido Raúl Alfonsín su último gran dirigente, quien interpretó una época, obtuvo el apoyo popular y dejó un legado imperecedero en el país: el sistema democrático como su fundamento y objetivo más importante, instalando los derechos y el liberalismo político como lingua franca en el vocabulario de la agenda, tanto de la política doméstica como exterior de nuestro país.
No existen hoy, al menos no asoman en el ágora pública, líderes de ese partido, con discursos estimulantes y modernos que atraigan a los distintos sectores que conforman la Argentina: productivos, intelectuales y financieros.
No alcanza tampoco con conservar una parte importante del nicho clásico radical: las universidades. No ver que desde ese ámbito no se construye una alternativa nacional es desconocer las enormes mutaciones producidas en el mundo y en nuestra sociedad.
Por otro lado, la juventud ya no es la misma. No es aquella que se conmovía con la verba radical en los años 1980 y con la, un poco más devaluada, de fines de los 1990.
Sus intereses están en otros ámbitos, lo mismo que sus preocupaciones. Confundir eso con superficialidad o mero individualismo es un error garrafal. Es la dirigencia la que tiene que entender a la sociedad: cómo es, cómo funciona, cuáles son sus preocupaciones, qué cosas la movilizan y emocionan. Y, a partir de allí, construir una alternativa.
No es que las ideas no importen, pero si ellas no encuentran la forma óptima de vehiculizarse socialmente, en términos de servir para transformar la sociedad o algún aspecto de ella, no sirven.
Postular el fin de algo es complejo y puede ser arbitrario. En ello operan nuestros sesgos y el tiempo porvenir puede terminar desmintiéndonos. Aunque lo efímero de las cosas puede salvaguardarnos de posibles reproches. Pero es innegable que, si el termómetro de vida del radicalismo fuese un conteo de nocaut, el árbitro de box estaría por iniciar el monótono recitado de los números finales.
Periodista























