El problema es que nadie avisa; al menos, no a tiempo.
Por eso es recomendable que los futuros padres y madres sepan que el nacimiento de un hijo –su alegría, sus festejos y esos cambios estruendosos– incluyen también un período complicado: el puerperio.
El diccionario lo define como un “período que transcurre desde el parto hasta que la mujer recupera su estado anterior a la gestación”. Pura ingenuidad. Ninguna gestante suele recordar con certeza cómo era ese “estado anterior”.
Una alternativa de la Real Academia Española es “el estado delicado de salud que atraviesa la mujer durante este tiempo”. Esto se acerca más a la realidad. En el posparto se altera la salud (psicofísica); el cambio es delicado.
Nadie niega la maravilla de haber podido gestar un/a niño/a (o adoptarlo). Es remarcar que durante el puerperio todos iniciarán una nueva vida.
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Durante la gestación, el universo gira alrededor de la embarazada; cuidada y adorada por todos. Los más cercanos, por considerarla tesoro familiar. Los amigos y conocidos, por tener la chance de comparar experiencias. Y los ocasionales y numerosos desconocidos, por quedar embelesados frente a una tierna panza gestante y querer tocarla.
(Ignoramos la razón de esta insalubre costumbre. ¿Anhelo de contactar con algo puro y esperanzador? Actualmente, la intimidad corporal no debería negociarse. La panza no se toca; tampoco las manos del bebé, ni se le besa la frente. No).
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En el parto explotan sensaciones inéditas: temor inexplicable, dolores únicos, entrega corporal total, temblores y lágrimas irrepetibles. Y, también, excesiva luz en la sala.
Del “milagro” sólo se alcanza a ver un rostro de ojos hinchados y pelo mojado. No se parece a lo que anunciaban las ecografías. Sin embargo, desde ahora concentrará todas las miradas. “Envase vaciado”, suele ser una percepción materna; fugaz, pero puntual.
Entre la niebla azul de la sala de partos, surgen voces: son médicos y enfermeras que aseguran que “está todo bien”. ¡Gracias…! A continuación, recitan indicaciones que nadie recuerda.
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Ya en la habitación, urge acicalarse para las fotos. Las redes esperan.
Golpean la puerta. Llegan las primeras visitas antes de empezar a conocer al recién llegado. Toserán, besarán y estornudarán; todo por amor, todo desaconsejable.
El compañero/a entra en un silencio inusual. Desconoce su rol en esta etapa, más allá de tramitar infinitos papeles.
La primera noche es de puro desconcierto. A la madrugada, será ofrecido un biberón de fórmula láctea; enigma esencial.
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De regreso a casa, los horarios desaparecen. Urge satisfacer de inmediato al bebé en todas sus supuestas necesidades; algunas reales, otras no. El sentido común vale más que cualquier libro o IA.
Nace la angustia materna. Además del reacomodo de hormonas, la presión social es implacable. Siente que debe hacer todo bien: tener leche, cambiarlo/a a tiempo, no dejarlo/a llorar y, además, sonreír mientras sirve café a las nuevas visitas.
“Los chicos nacen sin manual”, escuchan los padres debutantes. Deberían poder acertar y equivocarse de manera natural. Cada acierto será una alegría; cada fallo, un avance en la crianza.
Para ello se agradece una cuota de piedad. Al fin de cuentas, recién comienzan a enterarse de qué se trata esto que tienen en brazos y cuya vida depende de sus decisiones.
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Inexorable, el tiempo obra la magia. Aparece el nuevo ritmo vital, una cadencia diferente en la que todos se re-conocen.
En pocos meses, el cachorro es definitivamente incorporado a la manada. Será entonces cuando el turbulento puerperio se pierda en el olvido.
Médico