Los libros de historia argentina del siglo 21 no podrán dejar de recordar un lugar, una fecha y un hecho fundamentales para entender la dinámica política del primer cuarto de la centuria: el 27 de febrero de 2012, mientras se desarrollaba en Rosario un acto conmemorativo del primer izamiento de la bandera nacional por parte de Manuel Belgrano, en las pantallas de televisión pudo leerse claramente un “Vamos por todo” en los labios de la por entonces presidenta Cristina Fernández, cuando agitaba desde el palco a una multitud enardecida, sin que los micrófonos captaran su frase.
Pocos meses antes, el 54% del electorado había renovado su confianza en la viuda de Néstor Kirchner para que se quedara un turno más al frente del timón del país. La guerra del kirchnerismo contra el campo en 2008, la multiplicación de hechos de corrupción en la estructura del Estado nacional y el creciente autoritarismo de su gobierno no habían logrado erosionar la buena sintonía social con la dirigente peronista.
Cristina Fernández fue dos veces presidenta y luego se convirtió en vice de un hombre empequeñecido frente a su liderazgo, después de ser ella misma la encargada de ponerlo al frente de la fórmula sin previo debate partidario. Hace más de dos décadas que ocupa la centralidad de la política argentina y, pese a los magullones de su ponderación pública, todavía muestra suficiente músculo para gravitar en la gran escena nacional, sólo que sus pretensiones ahora son mucho más modestas que en aquel febrero de 2012: hoy se conforma con ser una simple candidata a diputada provincial por la tercera sección electoral de la provincia de Buenos Aires, en un desafío electoral al que el peronismo bonaerense podría llegar con serias fisuras en el segundo semestre de 2025.
Declive
“Voy a ocupar el lugar que el partido o las circunstancian me demanden” o cualquier otra frase prefabricada o de ocasión no tienen ningún sentido para disimular el declive de un liderazgo que, para colmo, tiene sobre su cabeza la amenaza de una condena que la Corte Suprema de Justicia de la Nación podría confirmar de manera inminente. La peor parte de ese fallo judicial, que espera la resolución del máximo órgano judicial, es la que inhabilitaría a Fernández para ocupar cualquier cargo público.
En ese caso, quizá cumpliendo prisión domiciliaria, la líder peronista se vería forzada a admitir que su ciclo se cumplió de manera inexorable, y evitar así el desgaste de energía en una arena electoral que, en términos futboleros y para que se entienda más claro, la asemejaría a Boca Junios jugando en la Primera B Metropolitana junto a equipos como Sacachispas o San Martín Burzaco (dicho esto con todo respeto para esos equipos).
En un escenario contrafáctico donde no exista el apremio de contar con fueros para escapar de una condena firme, se podría imaginar a Cristina Fernández dignamente retirada y ejerciendo el rol de gurú del peronismo, dedicada a dar sabios consejos a las nuevas generaciones de dirigentes y, en el mejor de los casos, consagrada a filosofar sobre la vida y los grandes temas nacionales e internacionales, como, por ejemplo, lo hizo el expresidente José Mujica desde su granja en las afueras de Montevideo hasta su último suspiro.
Pero es sabido que la realidad de la dirigente peronista es otra y, aunque quisiera mandarse definitivamente a boxes, no podría. Su compañero de partido, Carlos Menem, tampoco pudo, lo que le ayudó a la postre a encontrar refugio en el Senado de la Nación hasta el final de sus días.
Pero el empecinamiento en no abandonar el centro de la escena hasta que llegue la hora final no es una tendencia propia de los expresidentes argentinos que tienen cuentas que arreglar con la Justicia: Raúl Alfonsín no soportaba los mismos apremios que Cristina Fernández y Menem, pero, sin embargo, también se atrincheró en un desdibujado rol protagónico dentro de la política argentina, hasta que su ciclo vital llegó a su fin.
Devorado
Un capítulo aparte merece el caso de otro expresidente, Mauricio Macri, cuyo liderazgo en el espectro de derecha-centroderecha se ha opacado en forma acelerada mientras su partido, Propuesta Republicana (PRO), sufre una persistente sangría de dirigentes seducidos, o más bien cooptados, por los cantos de sirena que ofrece hoy desde el poder el más joven y vital partido del presidente Javier Milei, La Libertad Avanza (LLA).
En ese marco, Macri decidió (al menos por ahora) agachar la cabeza y admitir que ya no es el macho alfa del espectro ideológico donde edificó sus éxitos electorales de antaño.
Tras haber desobedecido el mandato popular de recluir al PRO en la oposición, negociando sanamente con el oficialismo, Macri apostó a conservar la centralidad ofreciéndole sus huestes en el Congreso Nacional a un Milei en minoría, bajo la creencia de que así lo tendría rendido a sus pies.
Pero una vez que a LLA le crecieron las alas después de las elecciones porteñas, el expresidente tuvo que soportar la humillación pública del líder libertario, que prácticamente lo jubiló de oficio de la política. Ahora Macri no tiene salida: si se enfrenta a Milei, su partido terminará licuado; si le sigue la corriente (opción que eligió), el PRO podría ser fagocitado.
Cuando el brillo se apaga, así es el penoso atardecer de los líderes políticos argentinos. Quizá por no querer sacar los pies del plato a tiempo.