En la película En la línea de fuego (Originalmente, In the line of fire), Clint Eastwood encarna a un agente del servicio secreto que rechaza una limusina y declara que prefiere el transporte público.
Entre nosotros, esa sería una escena poco verosímil, acaso una sátira.
No es un secreto que ignoro las preferencias, en materia de transportes y demás, de los agentes secretos argentinos y eventualmente cordobeses, pero en la línea de fuego, es decir, en la discusión pública local, está permanentemente el tema del transporte colectivo. Que si las frecuencias esto; que si el estado de los vehículos aquello; que si el boleto es caro; que si los subsidios...
Con otra perspectiva, sería mejor decir que los que están en la línea de fuego son los pasajeros, tanto los que aspiran a serlo y, pacientes o impacientes, hacen cola, si no en el fuego, al rayo del sol, bajo la lluvia copiosa o desganada, expuestos al viento y a otras inclemencias, antes de viajar, a cualquier hora o a la hora señalada, en ómnibus atiborrados de personas malhumoradas y, diría Almodóvar, próximas a un ataque de nervios. Como aquellos que con suerte viajan en unidades semivacías y se preguntan con preocupación si el servicio será dado de baja por deficitario.
Uno por ahí ve, o veía, escenas –no se sabe si auténticas o trucadas– en las estaciones de subterráneos de Tokio, con personal encargado de empujar a los pasajeros hacia el interior de los vagones, como si estos pudieran estirarse y fueran una variante del hotel de Hilbert, en el que siempre es posible albergar a una persona más.
Esa posibilidad se hace patente en cualquier ciudad y en cualquier colectivo cuando el chofer, solidario, pide a quienes ya están arriba que se corran un poquito más para atrás.
Faltan los empujadores profesionales, parece un espacio menos dilatado, pero sabemos desde Zenón (o desde Borges) que entre cero y uno habita una infinidad de infinitos.
Mi abuela contaba que en el lomo del caballo del diablo siempre cabía un jinete más. Todos los fuegos, el fuego.
- Escritor