Una tarde de la década de 1990, mi madre volvió del médico con los ojos enrojecidos.
“No pasa nada”, me dijo, en un intento por tranquilizarme. Pero rompió en llanto de nuevo y ya nada pudo ocultar.
El ginecólogo le acababa de diagnosticar cáncer de mama.
Tenía sólo 53 años, y una vida de guerrera que marcó caminos para siempre.
Se había criado en el campo, con la dureza de los quehaceres diarios y las tormentas de las carencias. Había estudiado costura por correo, saber que después le dio el sustento y que le abrió el camino para traer la familia a la ciudad. O al pueblo grande que era Villa Dolores en los años 1970.
Se convirtió en la modista del barrio. Después puso un kiosco. Después, un almacén que la transformó en la comunicadora del vecindario. Una guerrera…
La mala palabra
Pero este diagnóstico, con esta mala palabra, vino a desarmarla.
Con mi padre y mi hermana, la abrazamos largamente y le prometimos pelear juntos contra el mal, que ya estaba avanzado.
“Siempre pudiste, Maruca; ahora también vas a poder”, le decía yo, confiando en su fortaleza y su templanza.
La noticia nos trastocó la vida. En adelante, a cada circunstancia, a cada suceso o proceso, lo veíamos siempre tras un celofán inevitable de tristeza.
Pasaron los meses.
En todo el oeste de Córdoba no había posibilidades de practicarse una quimioterapia. Ella tenía que viajar frecuentemente para los tratamientos.
Y las palabras nuevas
Su cuerpo comenzó a darle quebrantos, que ella disimulaba con la sonrisa bonita de siempre.
Tuvo que cerrar el almacén. Volvió a la costura. Vendió cosméticos. Comenzó a ofrecer baratijas que compraba en Córdoba capital cuando iba a los tratamientos. Después volvió a abrir el negocio. Pero el cuerpo herido no le ayudaba.
Volver de Córdoba a Traslasierra, por Altas Cumbres y en colectivo, con las náuseas posteriores a una quimio, era un castigo adicional.
Comenzamos a aprender juntos palabras nuevas: ganglios, células atípicas, oncología, quimioterapia, radiación, metástasis, recidiva…
Supimos del pezón hundido; del turbante y la peluca; de la angustia crónica; del hueco en el pecho; de callar lo dicho en tiempos donde el mal se parecía a un estigma…
Ella seguía su lucha como si ignorara lo que le pasaba. Las quimioterapias eran en Córdoba capital. Ella volvía con mareos y risas, hablando de proyectos nuevos y del futuro, como si creyera que iba a disfrutarlos.
Pasaron años lentos y nublados.
Si alguna vez se preguntó “¿Por qué a mí?”, fue en silencio. Quizá en un diálogo con ella misma.
Quien charlaba hasta con las plantas, comenzó a hablar menos.
Otras palabras
Tres años después, en un febrero, mi madre cayó a una cama por última vez. El mal le había llegado a los huesos y los dolores eran indecibles. Los tratamientos posibles se habían terminado.
Supimos de otras palabras: cama ortopédica, escaras, cuidados paliativos, morfina, cadenas de oración, unción, oxígeno…
Descubrimos que lloraba callada en la prisión de su destino.
De a poco, la casa se había transformado en el escenario de una tragedia sin guiones, que había comenzado mucho tiempo antes. Mi hermana, de hierro, soportó los últimos meses junto a esa cama injusta. Mi padre trabajaba y le ayudaba.
Yo trabajaba y me evadía. Por las madrugadas, volvía, me sentaba a su lado, ella tomaba mi mano y yo me dormía con algo que se parecía a una paz efímera.
“El enfermo enferma”, había sentenciado alguien. Parecía cierto.
Y silencios
Cerró la bodega Sierras de Córdoba y mi padre quedó desocupado, junto con los últimos 40 empleados.
Silencios…
Los días pasaban como maldiciones lentas. Las noches eran de clamor y espera.
Mi madre resistía. Pero llegaban dolores nuevos. Y queríamos, y no podíamos, ayudarle a sufrir.
Los ojos verdes y raros se detenían en el techo y nada decía. La voluntad se le escapaba en los suspiros.
Por la casa desfilaban plegarias, intentos desesperados, impotencias, buenas voluntades y pésames anticipados. ¿Anticipados?
Silencios…
Cuando la Maruca se fue, ya no era ella. Corría agosto de 1997. El calvario inmóvil en la habitación había durado medio año.
Ahí yo entendería que jamás iba a estar preparado para perderla. A la palabra resignación, no la aprendí nunca.
En aquellos años, el cáncer era una mala palabra que se pronunciaba en voz baja. Que parecía caer como un zarpazo del diablo y que no tenía cura.
Han pasado casi 30 años.
La conciencia necesaria
Hoy es una gran alegría saber que el cáncer se cura, aunque no sea siempre.
Y es un alivio que haya octubres rosas. Que haya mujeres y hombres que puedan y quieran salvar a otras mujeres y hombres y sus familias de aquellos padecimientos. Que parte de la ciencia se haya dedicado a las curaciones, y no tanto a las destrucciones.
Hay más accesos a los diagnósticos. Lo que nos falta es la conciencia necesaria para asumir las conductas preventivas con más frecuencia.
El oncólogo Jorge Salinas llevó en 2008 la primera sala de quimioterapias a la región. Fue en Mina Clavero y la atención era y es gratuita.
Años después, esos tratamientos comenzaron a hacerse también en Villa Dolores. En todo el sur de La Rioja, el norte de San Luis y el oeste de Córdoba no estaban antes esas posibilidades, y aun hoy no existen los tratamientos de radioterapia.
Creo que nada de lo que pueda decirse en la prevención es mucho. Y que los decisores políticos y sociales deben trabajar intensamente para que tampoco falten las posibilidades de conseguir los diagnósticos tempranos, las medicaciones y los tratamientos.
Porque, al menos de este tipo de mala palabra, nuestras mujeres y hombres pueden salvarse.






















