Hace 41 años, el 30 de octubre de 1983, fui a votar por primera vez. Por entonces, cursaba la Licenciatura en Ciencia Política de la Universidad Católica de Córdoba. Había elegido esa carrera en 1981, cuando la dictadura militar no tenía fecha de vencimiento ni mucho menos.
De familia históricamente radical, mi voto fue, sin dudas, a favor de un líder carismático proveniente de la UCR: Raúl Ricardo Alfonsín, quien al final de cada acto popular recitaba el Preámbulo de la Constitución; “un rezo laico”, según él decía.
Habían pasado más de siete años del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Estábamos transitando los últimos meses de un gobierno militar dictatorial que había hecho del terrorismo de Estado una práctica institucionalizada.
A mis alumnos de grado, nacidos y criados en democracia, siempre les recuerdo que, por aquellos años, no había libertades individuales ni garantías constitucionales; cualquiera podía ser detenido y desaparecido sin juicio.
De ese pasado sobresalía la inmensa figura de Alfonsín. Un dirigente formado en la oposición a la conducción oficial de un radicalismo que había consentido la proscripción al peronismo y había colaborado con sucesivos gobiernos de facto.
Es cierto: no pudo concluir su gobierno de seis años y, en medio de un proceso hiperinflacionario, se vio obligado a renunciar. Sin embargo, pudo entregar el bastón presidencial a otro presidente elegido por el pueblo, el peronista Carlos Menem.
Nunca antes un presidente elegido por el pueblo le había entregado el mando a otro presidente de otro partido elegido por el pueblo. Leyeron bien, nunca antes había sucedido lo que sucedió cuando Alfonsín le puso la banda presidencial a Menem.
En estos 41 años, elegimos ocho presidentes en 10 elecciones: Alfonsín (1983), Menem (1989 y 1995), Fernando de la Rúa (1999), Néstor Kirchner (2003), Cristina Fernández de Kirchner (2007 y 2011), Mauricio Macri (2015), Alberto Fernández (2019) y Javier Milei (2023).
Un demócrata no es ególatra
Fernando de la Rúa fue presidente gracias a la alianza del radicalismo con el Frepaso, impulsada por Alfonsín. Tras el “escándalo de la banelco", el vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez se fue del gobierno y esa alianza se hizo añicos.
Entonces, el presidente De la Rúa se alió con Domingo Cavallo, para que este lo sacara de la acabadísima convertibilidad (un peso = un dólar) que el mismo Cavallo había inventado y puesto en marcha como ministro de Economía de Menem, en 1991.
El fracaso de Cavallo causó la fenomenal crisis de 2001, tras los fallidos intentos del “blindaje”, el “corralito” y el “corralón". De la Rúa tuvo que irse por escuchar a Cavallo y desoír a Alfonsín, quien intentaba ayudarlo por todos los medios.
Dicho eso, el presidente Milei no dijo la verdad la semana pasada en Córdoba. En 2001 no hubo golpe de Estado ni complot político. Sin ton ni son, ofendió a Alfonsín, quien por encima de los partidismos, ha sido reconocido como un gran demócrata.
Es cierto que el presidente libertario llegó a ese cargo tras los sucesivos fracasos de Mauricio Macri y de Alberto Fernández, agrediendo a todos, incluidos a sus actuales aliados. Recuérdese lo que había dicho de Patricia Bullrich.
Aun así, Milei merece todo el respeto que amerita su investidura. Por eso entiendo y valoro a los radicales que tuvieron que escucharlo en vivo y en directo y, con un respeto no correspondido, se mantuvieron sentados y lo soportaron.
Pero también el Presidente debe respetar la investidura presidencial. La afrenta lanzada contra Alfonsín no ofende su memoria, intacta para los tiempos. Pero sí deshonra el cargo que ocupa, hoy, quien la lanza desde una peligrosa egolatría.
Aunque quiera destruir al Estado, él es el presidente de un Estado de derecho y debe honrar el cargo que ostenta. Por eso, en nombre de esos 41 años de democracia recuperada, como ciudadano, le pido al Presidente que respete la presidencia de la República.
* Autor del libro “La democracia ganada”
