Es común escuchar, casi como relato histórico, que Argentina experimentó una importante movilidad social ascendente durante muchos años, lo cual nos llevó a consolidarnos en un lugar de referencia de una sociedad mayoritariamente de clase media. Un lugar de privilegio respecto de otros países de la región.
Incluso llegamos a ser, hace mucho y allá lejos, una sociedad con mejores estándares de vida que algunos países europeos que en el siglo pasado estaban, incipientemente, queriendo entrar al mundo desarrollado.
Sin tomar datos estadísticos, que muchas veces varían dependiendo de las tendencias ideológicas o de las diferentes estrategias para medir situaciones determinadas, la mayoría de los historiadores sostienen que la mayor movilidad social ascendente –ese valioso, anhelado y perdido “ascenso social”– se dio en las primeras décadas del siglo pasado.
Fue impulsada por el crecimiento económico, una corriente inmigratoria con fuerte cultura laboriosa, la industrialización y la expansión de la educación pública, lo que consolidó un imaginario en torno de ella como la herramienta para el ascenso social. Coincido con esta afirmación.
El mundo que viene será el del conocimiento. Y el ascenso social en Argentina, en términos generales, será por ese camino, siempre y cuando la apropiación de ese conocimiento sea igualitaria.
Sentimiento de frustración
Desde la segunda mitad del siglo pasado, el estancamiento económico, las crisis políticas recurrentes y gestiones gubernamentales erráticas afectaron la movilidad social, lo que ha generado un sentimiento de frustración y dificultad para mantener las posiciones alcanzadas.
Hubo un amesetamiento que se mantuvo algunos años y, de ahí en adelante, el deterioro en el nivel de vida de los argentinos va en caída sostenida.
Distintos factores –entre ellos, la concentración económica, la falta de una distribución más equitativa de la riqueza, los niveles de desigualdad en constante crecimiento, la corrupción en el manejo de la cosa pública– aceleraron una fragmentación del entramado social en nuestro país, con sectores que experimentan dificultades para ascender socialmente, otros que luchan sin demasiados resultados para mantener sus posiciones, y porcentajes importantes que caen de un estamento a otro de manera irremediable.
Si bien hubo momentos de crecimiento económico en las primeras décadas del nuevo siglo, lejos de impactar en forma positiva en la movilidad social, hoy encontramos un país con la mitad de sus habitantes por debajo de la línea de pobreza. Casi un 55% de pobres estructurales y entre 8% y 10% de indigentes.
Nada indica que los caídos del sistema puedan recomponerse. Si seis de cada 10 niños son pobres y pocos de ellos llegan a la terminalidad del nivel medio y de baja calidad, lejos estamos de esperanzarnos que esos niveles disminuyan.
Por otro lado, mienten cuando sostienen que si se baja algunos puntos la inflación, baja la pobreza. Nada más alejado de la realidad. La canasta básica a la que refieren y miden es la alimentaria (CBA), que sólo considera los alimentos esenciales para cubrir requerimientos nutricionales mínimos.
No hablan de la CBT (canasta básica total), que además mide vivienda, educación, salud, transporte, comunicaciones y otros servicios, equipamiento para el hogar, indumentaria, esparcimiento, etcétera, la cual puede ser alcanzada por los sectores medios acomodados.
Ese 55% sigue estando bajo la línea de pobreza. En un país que no sufrió una guerra (salvo la de Malvinas, que sólo produjo muertes innecesarias, tristeza y la clausura de la posibilidad de reclamar la soberanía por vía diplomática), no tuvo catástrofes meteorológicas de magnitud, conflictos internos, problemas raciales o migrantes indeseados.
El efecto de la corrupción
La corrupción generalizada y escandalosa enriqueció sólo a quienes ejercieron maliciosamente el poder y a algunos seudoempresarios socios de aquellos.
La falta de una dirigencia política con prácticas de buena gobernanza; el desprecio por el funcionamiento adecuado del sistema republicano; los groseros vicios de la democracia, que sólo es formal y que cae siempre en su desviación más común, “demagogia con marcados rasgos fascistas”; el desprestigio del Poder Judicial colonizado por la política; la falta de igualdad ante la ley, nos han llevado a esta situación.
Es imperdonable, perverso y delictivo el comportamiento de una gran parte de la dirigencia que gobernó tanto a nivel federal como en muchas provincias.
Y frente a lo inocultable, lo evidente, lo que se cae por su propio peso, que son los enormes bolsones de corrupción, se cuentan con los dedos de una mano a quienes les ha llegado la condena judicial.
Tampoco es saludable la naturalización que la sociedad ha hecho sobre ese comportamiento de su dirigencia; incluso no hay un reproche social fuerte, salvo el que recae sobre una o dos personas, pero quienes saquearon este país fueron y son muchos más.
La altísima inflación, que cerró en 211,4% en 2023, impactó de modo severo en la pérdida del poder adquisitivo, sobre todo en ingresos fijos por salarios, lo que colocó a la Argentina en uno de los peores lugares en el ranking mundial en referencia a necesidades básicas insatisfechas.
Si más de la mitad de nuestros compatriotas son pobres, somos un país pobre. No obstante, aun conservamos ese orgullo de lo que fuimos: un país de clase media que los vecinos de la región tanto admiraban y al que querían parecerse.
Y por más que en adelante se gestione al Estado de maravillas, llevará muchas décadas volver a ser lo que fuimos, y recuperar ese orgullo exagerado y esa soberbia poco disimulada que nos caracterizó durante mucho tiempo.
*Exdiputada nacional