En estos días, diferentes voceros vaticanistas que trabajan en los principales medios de comunicación argentinos soltaron la paloma de que Francisco, el único sudamericano que llegó a papa y que ya paseó por 64 países, estaría dispuesto a traer finalmente su humanidad a este recoveco que lo vio nacer, siempre y cuando desde el Gobierno nacional se bajara el volumen a la confrontación verbal.
Sólo esa conjetura hizo falta para que el presidente Javier Milei, que en el bazar de la comunicación se mueve con la gracia de un triceratops, expresara en una entrevista televisiva su gran deseo: “Me encantaría meterle el último clavo al cajón del kirchnerismo, con Cristina Kirchner adentro”.
La expresidenta, que viene de esquivar heroicamente la bala que no pudo ponerle en la cabeza una peligrosa banda de vendedores de copos de azúcar, dijo que esta vez tampoco la iban a matar y publicó una respuesta en sus redes en la que le respondió al Presidente que él es –en lenguaje barrial– un forro: “Te van a descartar como se hace con esos adminículos que sólo se pueden usar una vez”. También ella se olvidó de la solicitud bergogliana.
Pedirles a los argentinos que no insulten es –abusando de los estereotipos– como querer prohibirles a los italianos que gesticulen o a los británicos que tomen té.
La historia nacional puede ser leída como una sucesión de hirientes agresiones verbales. Y un observador extranjero podría llegar a la conclusión de que se trata de una materia obligatoria en las carreras para llegar a ser dirigente político, gremial o deportivo en este país.
El anterior presidente, Alberto Fernández, llegó al cargo con sus redes sociales inundadas de insultos que había dirigido a personajes famosos, pero también a seres anónimos con los que se peleaba en horas de la madrugada. Tenía 223 tuits en los que usó el insulto “pelotudo”, 209 con la palabra “boludo”, 60 veces trató a alguien de “pajero”... y era común que respondiera con palabras aun peores.
La reciente denuncia por violencia que recibió de su expareja dejó al descubierto los chats privados entre ambos, en los que Fernández repite contra ella insultos dignos de las categorías más amateurs del fútbol argentino.
Lo mismo se descubrió cuando se publicaron los diálogos telefónicos de Cristina Kirchner con sus colaboradores: “Que se suturen el orto”, recomendaba a sus adversarios. Otra gran productora de joyas verbales fue Hebe de Bonafini, presidenta de Madres de Plaza de Mayo, quien le dijo al presidente Mauricio Macri que era “un reverendo hijo de puta” y expresó “me cago en la reina” cuando la argentina Máxima Zorreguieta visitó este, su país de nacimiento.
“A D’Onofrio hay que quemarlo en una plaza pública”, dijo el presidente del club Rosario Central, Raúl Broglia, sobre su entonces par de River. “¡Boludo! ¡Cobrás 100 pesos por mes, gil!”, le gritó el ex-DT de la selección nacional de fútbol Jorge Sampaoli a un inspector de tránsito que lo quiso multar. “La tenés adentro”, fue la famosa frase que Maradona le dedicó a un cronista deportivo.
“Borracha tísica”, le dijo el dirigente social Luis D’Elía a la ministra Patricia Bullrich. “Es un cagón”, repetía el gremialista Hugo Moyano sobre el entonces presidente Fernando de la Rúa. “Sabía que eras pícaro, pero no tan hijo de puta”, le respondió Elisa Carrió al diputado Nicolás Massot. “Es un pelotudo marca Cañón”, rimó el cordobés Luis Juez sobre el gobernador Axel Kicillof. “A ese hijo de remilputas lo nombramos nosotros”, remarcó el presidente Néstor Kirchner sobre el fiscal Gerardo Pollicita.
“Aprovechá la necrofilia para desenterrar un cerebro y ponértelo abajo de la peluca, enfermito lobotomizado”, le aconsejó esta semana el dirigente Juan Grabois al presidente Milei, quien a su vez hace pocos días daba saltos en el escenario de un acto partidario dirigiendo el coro de miles de personas que gritaban “¡Hijos de puta!” a los periodistas. En plena sesión, la legisladora nacional Cecilia Moreau le gritó “maricón” al presidente de la Cámara de Diputados, Martín Menem.
Somos un país coprolálico, porque coprolalia es la palabra que ilustra esta tendencia patológica que tenemos a estar articulando insultos y obscenidades con tanta asiduidad.
Los argentinos decoramos la conversación pública como si se tratara de un baño público. Es imposible no ver cierta impotencia en la escena, porque luego de más de medio siglo “cuesta abajo en la rodada”, parece que ya que no hemos podido cambiar esta realidad, al menos nos tomamos revancha ensuciándola.
Somos un país que tiene una docena de formas de usar la expresión “hijo de puta”, que van desde el insulto a un genocida hasta la forma más cariñosa de recibir en casa a nuestros mejores amigos. “¡Qué hacés, pedazo de hijo de puta, tanto tiempo!” Esta resignificación de los vituperios no es universal, y por eso los argentinos somos unos nativos tan pintorescos cuando vienen a apreciarnos desde destinos lejanos.
Insultamos hasta en las mayores alegrías. “Aguante Argentina, la concha de su madre”, gritó el siempre correcto Lionel Messi cuando le dieron el micrófono en un festejo en Barcelona. “¡La puta que vale la pena estar vivo!” es una de las frases icónicas del cine nacional. El escritor Roberto Fontanarrosa pensaba que “no es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza que decir que es un pelotudo”: como que se pierde hasta el sentido de la afirmación.
El insulto a veces es la última frontera antes de la agresión física. Por eso es grave que los dirigentes lo naturalicen. A mayor cantidad de insultos hay menos posibilidad de acuerdos para mejorar nuestras vidas. Las puteadas contaminan el discurso público y enrarecen el clima de la conversación democrática. ¡Hemos puesto tanta creatividad en el insulto y tan poca en nuestro bienestar!
Hasta las mayores alegrías nacionales tienen que ser selladas con una puteada: “¡Y no me importa lo que digan esos putos periodistas, la puta que los parió!”, entonó en el vestuario la selección argentina de fútbol el día que ganó el Mundial de Qatar. Porque hasta la felicidad, en Argentina, es una puteada que se puede cantar.
