Desde la reinstalación de la democracia, en 1983, los comicios tras el primer bienio de gobierno han tenido como objetivo casi exclusivo exhibir los logros alcanzados en la lucha contra la inflación, nuestro mal endémico e imbatible.
Raúl Alfonsín se desprendió raudamente de su primer ministro de Economía, Bernardo Grinspun, y convocó de urgencia a Juan Vital Sourrouille, dotado de prestigio académico y asistido por un gran equipo de colaboradores.
Así nació en junio de 1985 el ambicioso plan Austral, que incluía el cambio del signo monetario, congelamiento de precios y el valor de la divisa en 80 centavos de la nueva moneda, el austral.
El nuevo plan le valió a Alfonsín la confirmación de su mayoría parlamentaria (“No le ate las manos al presidente”, fue la consigna política), situación que cesó dos años más tarde, en los nuevos comicios parlamentarios, tras los acontecimientos de Semana Santa. Además, la inflación reverdeció y el derrumbe fue inevitable.
Cavallo y la convertibilidad
Con Carlos Menem, ocurrió algo similar. Los primeros meses de gobierno fueron altamente azarosos.
El riojano no pudo controlar la hiperinflación heredada de Alfonsín.
Pese a sus gestos liberales con ministros de Economía provistos por el grupo Bunge y Born –Miguel Roig, quien falleció sólo cinco días después de asumir, y luego Néstor Rapanelli–, logró enderezar la nave recién a comienzos de 1991, con Domingo Cavallo y su audaz convertibilidad, que en abril de ese año inauguró una década de estabilidad, el mayor período sin inflación del que se tenga memoria en la historia económica argentina reciente.
El cambio de signo monetario y el valor simbólico de la equivalencia entre la moneda local y la divisa estadounidense (“un peso, un dólar”) remachaban la solidez de un programa que resultó exitoso y logró que Carlos Menem triunfara en los comicios de 1991, de 1993, de 1994 (constituyentes) y de 1995 (reelección presidencial).
El rebrote inflacionario
En sus primeros años de gobierno, Néstor Kirchner no necesitó un plan de estabilización: Eduardo Duhalde (quien había sido instalado como presidente tras el desplazamiento de Fernando de la Rúa) y su ministro Remes Lenicov ya habían cumplido esa tarea. Hicieron saltar por los aires la convertibilidad e instalaron una holgada paridad cambiaria.
Todo ello, más el auge del precio de nuestras exportaciones, permitieron la existencia de los mentados superávits gemelos y también que la inflación se mantuviera en un dígito anual.
Pero llegó Cristina Kirchner, con su intento de aumentar nuevamente las retenciones al agro, lo que desembocó en un conflicto con los productores agropecuarios en todo el país, a comienzos de su mandato.
Tras la derrota, y en su intento de recuperar votos, aumentó sideralmente el gasto público en forma de planes, de subsidios y de diversos modos de expansión monetaria que hicieron que la inflación retornara a niveles de otros años.
Desde entonces, se reiniciaron controles de precios e intervencionismo estatal sin límites, medidas que significaron un regreso a los viejos tiempos del descontrol populista.
El rechazo a Macri
Con Mauricio Macri surge una nueva esperanza de reorientación económica. La presencia de un nuevo espacio (republicano, liberal) necesitó de una alianza con el ambivalente radicalismo, siempre inclinado al populismo e incómodo en su alianza con el macrismo.
Las elecciones de medio término, en 2017, confirmaron su predominio electoral e hicieron pensar que se abrían las puertas hacia una amplia reelección en 2019. Pero no fue así.
El ajuste realizado por Macri en los primeros dos años de gobierno fue mínimo. Cuando se sintió ratificado y decidió corregir el rumbo, el ánimo del electorado cambió en forma drástica.
Los aumentos en las tarifas de electricidad y de agua y en los precios de los combustibles hicieron surgir quejas generalizadas, incluso en su propia alianza. No hubo reelección. El electorado prefirió la vía blanda prometida por Cristina Kirchner y Alberto Fernández. El resultado de todo ello es la llegada al poder de Javier Milei.
Milei y su ajuste
Y aquí estamos. Milei enfrenta sus comicios de medio término ofreciendo –como Alfonsín, Menem y Macri– su éxito en el combate a la inflación, que es bastante moderado, con tasas que rondan todavía el 2% mensual.
Pero esta vez hay un importante rasgo distintivo: todo indica (encuestas, percepción personal) que gran parte del electorado mantiene todavía su apoyo al Presidente, pese a que la situación económica ha desmejorado.
Por una vez parece que no es el bolsillo el que orienta el voto, sino la creencia de que el severo camino emprendido es el correcto y que más tarde o más temprano llegarán los resultados. En el caso de que sea ratificado en octubre próximo, se trata de un cambio importante, de un respaldo del que no gozaron anteriores presidentes.
Sin embargo, el principal logro que exhibe el Gobierno –la reducción de la tasa mensual de inflación- se funda no tanto en la difusión de la libertad comercial, sino en una fuerte intervención estatal que mantiene el tipo de cambio a niveles muy bajos, de un modo artificial.
De tal modo, la consistencia de todo el armazón pretendidamente exitoso resulta asaz débil y propenso a bruscos sacudones en un plazo no excesivamente prolongado.
La aparición del Presidente, con largas y tediosas explicaciones teóricas acerca de que los precios no se verán afectados por un alza del tipo de cambio, no hace sino ratificar la evidente preocupación oficial sobre este tema.
Queda por ver cómo se resuelve esta puja entre el Gobierno y el mercado.
Analista político