Hasta poco tiempo atrás, autismo era un término limitado a ámbitos científicos para nombrar ciertos trastornos del neurodesarrollo.
Por diversas razones, hoy aparece en conversaciones cotidianas -muchas intuitivas, muchas infundadas- lo que altera el sentido de modo sensible.
Se pronuncia autismo tanto como diagnóstico, como prejuicio e incluso como insulto, según quién y cómo se aplique.
Comencemos con algunas definiciones formales.
Según el Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales (DSM-5 texto revisado, 2022) el ahora llamado trastorno del espectro autista (TEA) reúne “deficiencias persistentes en la comunicación e interacción social, y patrones restrictivos y repetitivos de comportamiento, intereses o actividades”.
Por su lado, la Real Academia Española -siempre escueta, fría e insulsa en sus acepciones- resume el autismo como un “repliegue patológico de la personalidad sobre sí misma”. Lo dicho: escueta definición, fría e insulsa.
Jacques Lacan se asomó al tema. En la relectura del psicoanálisis clásico freudiano de sus continuadores el autismo se asume como “un modo de existencia donde algo del lenguaje queda interrumpido, sin la posibilidad de elaborar simbólicamente su experiencia, a menudo mediante la evitación de la mirada y la voz, o con comportamientos repetitivos y estereotipados”. Tomando esta “indiferencia afectiva”, concepto ya enunciado elaborado por Leo Kanner en la década de 1940, invitan a escucharlo activamente desde una postura ética que apuesta por la singularidad del sujeto y evitando enfocarse sólo en su déficit.
El paradigma biologicista, en tanto, afirma que TEA es “una condición del neurodesarrollo que afecta la configuración del sistema nervioso y su funcionamiento”; expresión coherente con una corriente de la psicología centrada en el estudio experimental y objetivo de la conducta humana.
Son muchos los profesionales que, al involucrarse de modo directo con familias conmovidas por un hijo con TEA, eligen hipótesis y no diagnósticos cerrados. Prefieren concentrarse en la detección temprana de signos orientadores, ya que si estos son confirmados se podrá actuar con oportunidad. En cambio, si son descartados no se habrá cometido el error de lanzar definiciones apresuradas que, más que diagnósticos, son lápidas.
Otras definiciones -más sencillas por coloquiales- circulan en ámbitos en los que niños y niñas deben socializar; en particular, en las instituciones educativas.
Para la mayoría de padres y madres de alumnos con TEA, esta condición incluye mucho sufrimiento, incertidumbre, urgencia por los avances, y desesperación al ver desacreditados económica y socialmente los profesionales que intentan acompañar.
Son pocos, pero causan daño, algunos murmullos (o mensajes en el chat) de personas que no conviven con chicos autistas, pero que no dudan en compartir frases como “un niño con TEA es un problema en el aula”.
Los chicos no se detienen en definiciones. Mientras no sean contagiados por opiniones de adultos, los verdaderos amigos, compañeros, vecinos o primos de chicos con TEA son siempre amigos, compañeros, vecinos o primos. Y punto.
Entre tanta diversidad de posturas, opiniones y consideraciones sobre los TEA pareció querer colarse una calificación surgida de la ignorancia, la torpeza y la crueldad.
Apoyada por la más alta investidura nacional, esta neodefinición comenzó con un mensaje en el que se critica a un periodista por vincular a un menor con TEA para realizar una “operación política”.
De nada vale que un juez lo haya justificado como una “acción privada en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión”.
Vale rechazar el uso vil del término autismo, condición infantil contemplada dentro de la extensa y esperable variabilidad humana.
Médico