“Tengo cuatro dosis, ¿me pondré otra?”. “Yo, cinco”. “Tranquilos, amigos, no hay restricciones para entrar en Argentina”, dijo Melchor.
Conformes, siguieron preparando los paquetes.
Las cartas de este año mostraban el impacto del largo período sin escuela presencial. Letras ilegibles y errores ortográficos coincidían con lo que habían escuchado sobre los pobres resultados en las pruebas Aprender y Pisa, aunque evitaron sacar conclusiones apresuradas. Después de todo, no eran pedagogos sino reyes.
Apilaron bolsos y confirmaron destinos. Con todo listo, emprendieron el viaje.
Problemas en la aduana
Encontraron el primer obstáculo en la Aduana Nacional. Sus papeles estaban en regla, pero los certificados sanitarios de los camellos, escritos en farsi, confundían al funcionario autorizante.
“Este es de Salud dromedaria; este, de vacuna contra la Fiebre del Nilo. Acá, la autorización para portar jorobas de uso civil, y este último, ausencia de pulgas asiáticas”, tradujo Gaspar. “Los camellos no contagian Covid-19″, aclaró también.
En la siguiente instancia fueron cuestionados por exceso de equipaje. “El límite es 300 dólares por grupo familiar”, dijo inmutable una empleada.
“Somos amigos, no familiares”, explicó Gaspar. “Son 900, entonces”.
Tuvo que intervenir Baltazar: desde hacía siglos estaban exentos del pago.
Aclarado el tema y con los papeles sellados, buscaron un lugar para refrescarse. Bebieron agua, acomodaron sus turbantes y, por supuesto, pasaron por los servicios sanitarios. Eran magos, pero con necesidades, como todos.
Piquete de calor
En la entrada a la ciudad fueron nuevamente detenidos. Un piquete bloqueaba las dos manos de la autopista. El nutrido grupo manifestaba contra los bajos salarios y las condiciones laborales.
Los reyes acordaron esperar. Contaban con una infinita paciencia cultivada en la cultura de su casta sacerdotal persa.
Buscaron una sombra reparadora y dejaron que los animales recorrieran el terreno, masticaran ramas al borde de la ruta y asombraran a todos.
Entre los que protestaban, surgió un líder –padre de tres niños– que los reconoció y, con piadosa e interesada actitud, gestionó su libre paso. Avanzaron.
Luego de las primeras entregas, Gaspar decidió cambiar su gruesa túnica por una remera y bermudas al tono, mientras que Melchor –a quien el año anterior le habían diagnosticado resistencia a la insulina– pedía una pausa cada media hora para hidratarse. Aunque acostumbrados al calor de Oriente, estaban abrumados por el tórrido enero austral.
Ya entrada la siesta, las nubes dieron algo de alivio, y así pudieron completar las entregas en la zona.
Esa canción pegadiza
A pesar de su vasta trayectoria, no dejaron de emocionarse con cada par de zapatos prolijamente acomodados, el pasto y el agua ofrecidos en cada hogar.
En varias esquinas, y ante la insistencia de niños y de adultos, posaron para selfies.
Comprobaron que todos celebraban su presencia como signo de esperanza, de ilusión intacta. Aunque no comprendieron por qué todos cantaban lo mismo: “Muchaaachos…”.
No faltaron quienes les pidieran exhibir documentación personal, ante la circulación de burdos imitadores.
Avanzada la noche entraron a un bar. Brindaron con cerveza por haber cumplido con las expectativas en un año por demás difícil. La conmoción mundial desde la invasión a Ucrania había sembrado dudas sobre su tarea, pero allí estaban, otra vez, puntuales y generosos.
Con los camellos durmiendo en un terreno cercano, los bolsos vacíos y el alma llena, se abrazaron y lagrimearon. Eran ancianos, el trajín les pesaba cada año más, y ahora debían emprender el regreso desde aquella exótica Argentina.
Sin saber por qué, los tres se fueron tarareando: “Muchaaachos…”.
