Las elecciones del 27 de octubre confirmaron que la política argentina hoy no se organiza en torno de la economía, sino de la polarización. No se vota tanto por lo que se espera, sino por lo que se teme.
El resultado fue, antes que nada, un plebiscito entre rechazos: el rechazo al peronismo y el rechazo al gobierno de Javier Milei.
En esa pulseada, pudo más la primera opción, después de varias semanas de zozobra para el oficialismo nacional, que hicieron presagiar el peor de los escenarios para el gobierno libertario.
Más allá de la economía
La clase media “ni-ni”, ese electorado que suele definir su voto en función de cómo le va a su propio bolsillo, parece haberse replegado hasta el próximo turno electoral.
En ese marco, el voto a Javier Milei hoy no puede explicarse sólo por la variable económica, porque desde esa perspectiva, dadas las circunstancias por las que atraviesa la mayor parte de la sociedad, esa interpretación adolece de debilidad.
La sociedad eligió ubicarse en uno u otro extremo de una grieta que se volvió el único terreno de disputa posible. En un país sin centro, la moderación perdió público; en una sociedad que se mueve por pasiones, el discurso templado motiva a pocos.

Ese clima, en gran medida, explica el rotundo fracaso de un espacio como Provincias Unidas, que no logró seducir a un electorado más cómodo y seguro con la lógica de los extremos. Pero esa situación no tiene una explicación monocausal.
El voto de las últimas elecciones fue, sobre todo, un voto emocional contra una clase política que ya no genera confianza. Una reacción visceral frente a un sistema de dirigentes que se repite, que se autoelige y se autoprotege.
¿Síntomas de agotamiento?
En Córdoba, el derrumbe de Juan Schiaretti fue una muestra de ese agotamiento del poder continuo. Después de más de dos décadas de predominio del peronismo cordobés, la moderación del exgobernador se volvió invisible para sectores de la sociedad que antes ponderaron esa cualidad.
Como se dijo, el peronismo fue el blanco principal del rechazo. No tanto por sus errores recientes, sino por lo que simboliza: el poder perpetuo, la soberbia, el desprecio por las reglas y la incapacidad de renovación.
La imagen de Cristina Fernández bailando en su balcón, en medio de la derrota bonaerense, se convirtió en metáfora de una dirigencia desconectada de la realidad. Pero el fenómeno excede al peronismo.

También las élites no peronistas viven encerradas en su propio microclima, convencidas de que el problema es la gente y no su propio desgaste.
A la dirigencia tradicional, le cuesta entender que la sociedad la mira en silencio, a la espera de dar señales como la del 27 de octubre, que a esa dirigencia le cuesta procesar en el sentido que esperan los votantes.
Espejo roto
Milei no es un accidente: es síntoma y consecuencia. En un país fatigado por décadas de promesas incumplidas, privilegios blindados y una dirigencia que se recicla sin renovarse, el presidente libertario encarna, con todos sus desatinos y excesos a cuestas, una ruptura emocional con el statu quo.
El estilo errático, las provocaciones, las contradicciones y los casos que alientan graves sospechas de corrupción y vínculos con narcotraficantes no han erosionado suficientemente la centralidad del actual mandatario. Milei aún parece sintetizar buena parte del hartazgo colectivo.
No hay hasta aquí, en el horizonte cercano, otro político argentino que sintetice con la misma eficacia del libertario el rechazo visceral a las élites dirigentes tradicionales. No por sus propuestas, muchas de ellas inviables o regresivas, sino por lo que representa: un grito, una furia, una esperanza desesperada que aún se mantiene latente.
Está claro que Milei no es el consenso, pero lo que seguro representa su figura es la ausencia de consenso de la dirigencia tradicional para, a estas alturas, entusiasmar nuevamente a muchos ciudadanos desencantados con la política de siempre.
La paradoja es evidente: cuanto Milei más se equivoca, más parece confirmar la intuición de sus votantes de que lo (supuestamente) distinto, aunque imperfecto, es preferible a una vuelta hacia el pasado que aún está cercano.
La política argentina tiene ante sí un espejo roto en el que debe mirarse con urgencia. Porque si Milei es el único que conecta con el ánimo social, el problema no es sólo él: es todo lo demás.
Expectantes
El peronismo, tras largas décadas de predominio, parece haber estabilizado su núcleo duro electoral en torno del 35 por ciento. Alto, pero insuficiente para valerse por sí mismo para recapturar el poder.
Otra porción muy significativa de la sociedad se reparte entre distintas variantes del antiperonismo, desde el extremismo libertario al voto moderado. Sumadas, esas variantes parecen rondar poco más del 40 por ciento.
Una tercera porción de la sociedad representa un bloque silencioso y decisivo. Quizá en ese espacio deambulan buena parte de los 12 millones de argentinos que no fueron a votar el 27 de octubre.
Habría que analizar si esa abstención masiva no es indiferencia, sino castigo. Podría suponer la expresión de una porción de la sociedad que reacciona cuando el bolsillo duele y que suele esperar, paciente pero implacable, que la política le ofrezca algo más que promesas en elecciones de medio término que no cambian gobiernos.
Muchos de esos votantes se han recostado históricamente en el peronismo, no por convicción ideológica sino por expectativa de protección y de mayor bienestar. Ante el brutal ajuste de Milei, quizá en 2027 vuelvan a aparecer, repitiendo su vieja costumbre de castigar con el peronismo.
Pero de ser así, el peronismo debería hacer un profundo autoexamen y desprenderse de viejos lastres. De lo contrario, seguirá demostrando que, como decía Jorge Luis Borges, tiene todo el pasado por delante.
Politólogo y periodista



























