Expertos en inteligencia artificial (IA) de todo el mundo no dejan de alertar acerca de los efectos –positivos y de los otros– que tendría en la vida de las personas.
El historiador Yuval Harari, involucrado recientemente en su estudio, advierte que “la IA es la primera tecnología de la historia capaz de tomar decisiones autónomas, por lo que una visión exageradamente ingenua y optimista sin sólida autorregulación podría llevar a confundir datos con verdades”.
Y pregunta: “¿Seremos capaces de crear redes de información equilibradas que mantengan a raya su propio poder?”.
Mientras la pregunta resuena, encuentro una publicación en un periódico norteamericano. Un niño de 8 años pregunta a Chat GPT: “¿Sentís dolor?”. Al parecer, buscaba complicidad; convalecía de una enfermedad banal que le seguía causando intensa cefalea.
“No, no puedo sentir dolor”, responde de inmediato el chatbot, “Experiencias humanas como el dolor físico o emocional no forman parte de lo que soy”.
El niño comprende enseguida que allí no encontraría lo que buscaba, cierra la aplicación y llama a su madre. Ella –pensé yo que pensó él– dispondría de otra ayuda, de otro consuelo.
La anécdota derrama una sencilla humanidad, como la mayoría de las que protagonizan chicos y chicas con los que a diario tengo contacto profesional.
Quedé conmovido.
(Nota: En Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar parafrasea al dramaturgo griego Terencio: “Todo lo humano me conmueve”).
Esa emoción no era sólo producto del intercambio ocasional entre un pequeño adolorido y un gigantesco, veloz –e inútil para el niño– sistema de datos. La ternura surgía de su decepción, sus gestos y su cambio de rumbo.
Ignorante de todo lo vinculado a la IA, decidí enfocarme en algo más familiar; en aquella reacción humana y en su mensaje escondido.
En verdad, el pequeño era protagonista de una genialidad infrecuente: convertir una vivencia en una experiencia.
(Nota: filósofos de todo el mundo dedican su tiempo y experiencia en alertar a la humanidad sobre la extinción de las experiencias a partir de transitar la vida con apuro extremo, con pocas pausas y sin sedimento emocional ni intelectual. Véase Giorgio Agamben. Historia e infancia).
Esa misma noche descargué la aplicación. Apurado, pregunté: “¿Tenés noción del tiempo?”.
“Sí, tengo, pero distinta a la humana. No experimento el paso del tiempo: no envejezco”.
Tan estremecedor como revelador. Mis dedos volaron: “¿Sentís algún temor?”.
“No, no siento temor ni ninguna emoción”.
Se comenzaba a develar el enigma: la IA es inmortal. Sus datos son instantáneos y precisos, pero no experimenta los cambios inexorables de cualquier existencia; no teme a la decadencia natural; no siente el colmillo del tiempo clavado en el cuerpo.
(Nota: el español Antonio Gala repetía que “la madurez ocurre cuando la persona es consciente de su finitud”).
A muchos nos resulta difícil concebir algún tipo de inteligencia que ignore el ciclo de la vida: nacer, transcurrir, morir.
La IA, como un moderno Gilgamesh, expone una extraordinaria potencia sin evitar saberse inmortal. Su perspectiva no podría ser, hasta ahora, ni remotamente humana.
Termina mi día de trabajo y las ideas decantan. La infancia, pienso, no es sino el cimiento de existencias que temen, que envejecen y que, con naturalidad, en algún momento se despiden.
Decido una última pregunta antes de dormir: “¿Podés extrañar?”.
“No, no puedo extrañar. No tengo recuerdos personales, vínculos emocionales ni deseo de que algo vuelva”.
(Nota final: nada más humano, desinteresado y conmovedor que extrañar).
*Médico