En tiempos de desmedida exposición de cada detalle de la vida cotidiana través de plataformas digitales, la intimidad parece haber caído en el descrédito.
Desde siempre, la intimidad ha concentrado tanto la privacidad como esa conexión personal que permite albergar emociones, experiencias y anhelos, a salvo de la vista -y de la opinión- de los demás.
La intimidad se cultivaba desde la misma infancia y sólo era compartida con personas elegidas (porque sabrían cuidar de esos tesoros). Así se aseguraban vínculos leales y una autoestima sólida.
Cada una de las diversas intimidades era aprendida durante los primeros años. Una se asociaba al cuidado del cuerpo -del propio y el de los otros–, lo que permitía subir el primer escalón en la educación sexual bien entendida.
Otra intimidad, ya en adolescentes, era la emocional, al concentrar certezas y “secretos” compartidos con quienes coincidían en utopías. De tal manera se convertían en poderosos antídotos contra la soledad percibida por quienes pensaban que eran los únicos en sufrirla.
La intimidad espiritual, en tanto, conectaba con lo trascendente, al sustentar a personas que depositan su fe en instancias suprahumanas.
En la construcción de intimidades que perduran, algunas palabras todavía conservan su peso: “íntimo”, “privado”, “propio”, “personal” son voces que no aluden a valores materiales, sino a andamios que –hasta hace un tiempo– se alimentaban de conversaciones cara a cara, de cartas manuscritas, de confesiones privadas y de entrañables diarios personales.
Hasta que el uso de redes sociales arrasó con (casi) todo.
Hoy se afirma que con los masivos intercambios digitales –sin filtros ni reservas– surgió un neologismo para nombrar lo opuesto: la extimidad.
Esta palabra, acuñada por el psicoanalista Jacques Lacan en la década de 1960 para referirse a “aquello que está más próximo, lo más interior sin dejar de ser exterior”, hoy extendió su significado para explicar la intención de “compartir experiencias o pensamientos que suelen considerarse privados”.
No obstante, es posible pensar que la extimidad nació antes de que Lacan propusiera el término.
En algunos casos, las emociones contenidas buscaron la extimidad.
Eran gritos desesperados por eludir las sombras del anonimato; brazos elevados por encima de lo permitido o de lo aconsejado; palabras que arrasaron con el orden establecido.
Con el tiempo, también la indumentaria se expresó, al mostrar más piel; y las consignas públicas –pintadas, impresas o cantadas– sacudieron pudores para exhibir lo hasta entonces callado.
Los jóvenes –siempre inquietos, siempre disconformes– vieron la oportunidad de aumentar el volumen y, a viva voz, confesaron sus demonios.
El nuevo siglo trajo las redes tecnológicas: un inmenso lienzo en blanco, disponible y sin restricciones para la extimidad.
Algunos entrenados en escribir se apuraron a bloguear con pasión, aunque conservaron cierta cautela. Otros, más atrevidos, lanzaron frases incendiarias; a veces conexas, a veces no, y recibieron respuestas.
Fue también entonces cuando las fotos abandonaron los álbumes para inundar las plataformas. Los autorretratos repetidos y similares alcanzaron el récord de un millón de selfies diarias posteadas en internet.
Con las compuertas abiertas, todo quedó al desnudo.
Sería imprudente sacar conclusiones sobre las consecuencias de la masificación de la extimidad. Ha transcurrido poco tiempo. Apurado, pero breve.
Sin embargo, las nuevas generaciones muestran que nacen y crecen inmersas en una naturalizada convicción de que todo puede (¿debe?) ser expuesto.
Hasta la irrepetible intimidad infantil, período que, al ritmo actual, parece haber dejado de ser propio, personal y privado.
Médico