En Japón, robots juegan al fútbol. No es metáfora. Corren, patean, se organizan. Hay torneos. Equipos. Goles. Son lentos, torpes y mecánicos. Pero hace 20 años apenas caminaban.
Del otro lado del mundo, un CEO cierra una planta textil, despide a 500 personas y firma un acuerdo con una startup que automatiza el corte de telas con visión computarizada. En París, un abogado reescribe contratos con ayuda de un modelo de lenguaje. En México o en China, una influencer de carne y hueso es reemplazada por una versión virtual que nunca duerme, nunca envejece y jamás se queja.
En Argentina, un chico genera un videojuego completo sin saber programar. En India, miles de guionistas anónimos le ponen diálogos a una IA que ya aprendió a escribir mejores diálogos.
Y, mientras todo esto sucede, algunos nos piden “calma”.
Nos dicen que esta revolución no es diferente de la máquina de vapor, de la electricidad o de internet. Sólo hay que adaptarse. Aprender nuevas habilidades. Reconversión laboral, le llaman. Pero algo huele distinto esta vez. Porque, a diferencia de las revoluciones anteriores, esta vez la máquina no se limita a hacer: ahora también aprende. Y, al aprender, nos imita. Y, al imitarnos, nos reemplaza.
El miedo no es irracional. Es ancestral. Porque el trabajo no es sólo fuente de ingreso. Es identidad. Es pertenencia. Es orgullo. La amenaza de perderlo no es sólo una cuestión económica: es existencial.
¿Quién soy si ya no me necesitan? ¿Quién soy si la máquina lo hace mejor? ¿Quién soy si me vuelvo invisible?
Los programadores pensaban que estaban a salvo. Los abogados pensaban que estaban a salvo. Los escritores. Los diseñadores. Los docentes.
Hoy sabemos que nadie lo está.
¿Qué soñaste? No te preocupes, nosotros te dijimos qué soñar.
La pregunta entonces cambia.
Ya no es qué trabajo tenés, sino qué tan deseable es que vos lo sigas haciendo.
¿Y si el verdadero problema no es que la máquina pueda hacer nuestro trabajo…, sino que nunca fue nuestro, para empezar?
En el fondo, la IA no nos está quitando lo que amamos. Nos está quitando lo que tolerábamos. Lo que sobrevivíamos. Lo que arrastrábamos como condena.
Entonces, quizás, el futuro no sea sólo un campo de batalla entre humanos desplazados y robots triunfantes. Tal vez sea otra cosa. Un nuevo terreno, donde el valor no esté en competir contra la máquina, sino en ser aquello que ella no puede: vulnerables, caóticos, contradictorios, conscientes. Humanos.
Porque la IA no viene a reemplazar el trabajo. Viene a reemplazar la mediocridad.
Y eso duele. Porque todos fuimos mediocres alguna vez.
Porque todos sobrevivimos años haciendo lo justo, esperando el viernes, cobrando por aguantar.
La IA no sólo amenaza nuestros ingresos.
Amenaza nuestras excusas.
Nos deja desnudos frente a una pregunta feroz: ¿qué te hace irreemplazable?
Si tu respuesta es “mi currículum”, perdiste.
Si es “mi título”, perdiste.
Si es “mi experiencia”, estás jugando con fuego.
Pero si es tu voz, tu mirada, tu humanidad sin atajos, entonces quizás no. Quizás aún no.
Quizás el arte no sea lo que la IA no puede crear, sino lo que nosotros aún no nos animamos a crear.
Quizás el trabajo del futuro no sea defender lo que hacíamos, sino imaginar lo que vendrá.
Y quizás, sólo quizás, los robots que hoy juegan al fútbol sean el espejo de un juego más grande: el de recordar por qué jugamos nosotros.
“Bienvenido, hijo mío. Bienvenido a la máquina”.
*Tecnólogo, fundador y director ejecutivo de Iurika-symbiotics