En un nuevo capítulo de la política argentina, el Congreso aprobó un conjunto de leyes que desarticulan parcialmente la arquitectura fiscal del gobierno de Javier Milei. Entre ellas, un aumento del 7,2% para jubilaciones y mayores recursos para las provincias y para la atención de personas con discapacidad.

El Presidente respondió con el anuncio de un veto total, tal como lo hizo en 2024 con la reforma a la ley de movilidad jubilatoria.
Su argumento es claro: esas medidas atentan contra el equilibrio fiscal, pilar de su administración. “El déficit cero no se negocia”, repite con insistencia.
La trampa del oportunismo
Al margen de acuerdos o desacuerdos con la acción y la respuesta, como de la alta sensibilidad social respecto del ingreso de los jubilados y de las necesidades de los sectores más vulnerables de la sociedad, lo que molesta es la falta de honestidad intelectual y de autoridad de muchos de quienes hoy se rasgan las vestiduras por esta situación.
¿Dónde estaban esos mismos actores cuando, en sus propios gobiernos, también recortaban, licuaban haberes o postergaban a las personas mayores?
¿Acaso el Frente de Todos no avaló una fórmula de movilidad que empobreció a los jubilados?
¿Cristina Fernández de Kirchner no vetó, con argumentos similares a los que expone hoy el Presidente, una ley aprobada por el Congreso que establecía el 82% móvil?
¿Juntos por el Cambio no impuso una fórmula igualmente regresiva?
Lo que cambia, entonces, no es la convicción, sino la conveniencia o la oportunidad. La preocupación por los jubilados parece activarse cuando sirve al cálculo político. En esta lógica, el Congreso opera como trinchera partidaria donde los sectores vulnerables son usados como munición política.
La discusión de fondo
Lo que en verdad hace falta es comprometerse con la construcción de un proyecto de Nación que defina prioridades consensuadas y sostenidas en el tiempo.
Es decir, acordar un horizonte común –económico, social, político e institucional– al que no se renuncie con cada cambio de signo partidario.
El debate no es si debe o no haber superávit fiscal: eso ya parece aceptado como una necesidad. Tampoco se trata de discutir si debemos proteger a jubilados y a sectores vulnerables de la sociedad.
Eso debería ser una política de Estado incuestionable, ajena a las peleas partidarias. Incluso las tensiones entre Nación y provincias por recursos fiscales son simplificaciones de un problema mucho más complejo.
Las preguntas clave en lo que respecta al gasto público son más profundas: ¿cómo vamos a distribuir el gasto? ¿Qué sectores y qué intereses vamos a priorizar? ¿Qué modelo de país queremos construir? ¿Será federal o centralista? ¿Qué involucra ser un país federal? ¿Quién debe pagar el ajuste? ¿Hacia dónde vamos a dirigir los esfuerzos colectivos?
A fines de 2023, mientras se discutían consignas y eslóganes en plena campaña electoral, dije en una de mis columnas por este mismo medio: la cuestión no es si se debía o no hacer un ajuste. La cuestión era quién iba a pagarlo.
Estas preguntas, estructurales y urgentes, son las que siguen sin respuesta clara. En su lugar, se imponen eslóganes simplificadores de la realidad, que esquivan la responsabilidad y el debate serio.
Necesitamos una hoja de ruta clara, transparente y coherente, que sea asumida con compromiso por todas las fuerzas políticas.
No podemos aspirar a llegar a ningún destino si no explicamos con claridad cómo pretendemos transitar ese camino. Cuando todo se reduce a una lucha por la próxima elección, lo que se posterga indefinidamente es el desarrollo sostenible.
No se trata de que todos piensen igual, sino de construir una institucionalidad sólida que dé sustentabilidad al rumbo elegido.
La hipocresía que carcome al sistema
En Argentina se ha naturalizado la afirmación de que “ningún dirigente resiste un archivo”. Y, aunque hay valiosas excepciones, la mayoría de los actores políticos efectivamente no lo resisten.
Esta hipocresía estructural es una de las razones por las que el país fracasa una y otra vez en construir acuerdos básicos para garantizar estabilidad y previsibilidad. Y es la razón por la cual, año tras año, gobierno tras gobierno, miles de millones de dólares se fugan del sistema y desaparecen los recursos necesarios para el desarrollo.
El doble estándar para medir y juzgar las acciones de propios y ajenos no sólo erosiona la credibilidad individual de los dirigentes, sino que termina minando la legitimidad de todo el sistema político e institucional de la Argentina.
En la búsqueda de ventajas inmediatas, se pierden los acuerdos estratégicos. Y, sin ellos, lo que queda es una larga sucesión de proyectos inconclusos, reformas reversibles y promesas incumplidas.
Tal vez haya llegado el momento de dejar de subestimar a la ciudadanía. No hace falta que todos piensen igual, sino de construir algunas verdades comunes. Porque, como alguna vez se dijo en otra latitud: “Es la economía, estúpido”.
En la Argentina, a esta altura, parece más apropiado reformularlo: “Es la hipocresía, estúpido”.
*Licenciada en Administración