“Sentirse impotente para hacer otra cosa que aquello que se hace es la imposición primera de la vocación. La segunda: poner en su realización el empeño extremo…”. Esto escribe Santiago Kovadloff en La suma de los días.
La frase resonó varios días en mi mente y se reveló imperativa delante del rostro difuso del escritor, que aparecía como en sueños, mientras caminaba por pasillos colegiales o de instituciones de nivel superior. Luego fue reemplazada por otras, menos exigentes, más pueriles y olvidables.
Pero me di cuenta de que no me había abandonado del todo cuando, al leer una nota en The New York Times firmada por John King Jr., exsecretario de Educación de los Estados Unidos, reapareció como una ventana emergente imaginaria que me impelía a continuar la lectura de oraciones como esta: “Mi hogar era aterrador e inestable, pero tuve la suerte de tener maestros en las escuelas públicas de la ciudad de Nueva York que hicieron de la escuela un lugar seguro, acogedor, académicamente riguroso y motivador”.
O esta otra: “Si no fuera por el papel que los maestros desempeñaron en mi vida, nunca me habría convertido en maestro, director ni miembro del gabinete del presidente Barack Obama. Los maestros tuvieron más fe en mí que yo mismo; cambiaron mi trayectoria. Pero mi historia no es única”.
Y no es única, es cierto. Cualquiera que haya transitado una escuela se encontró con docentes con los que aprendió cosas inolvidables o que lo ayudaron a estar en paz o en calma, si vivían en casas donde la violencia era la regla o el desinterés, el trato habitual.
Muchos acompañaron viajes o salidas educativas de sus estudiantes, estuvieron junto a sus familias cuando estas eran atravesadas por circunstancias de salud fuera de lo común o compartieron su dolor ante una partida prematura o inesperada.
Sin querer, despertaron oportunidades y profesiones, estimularon pasiones o gritaron goles de manera desaforada en tribunas escolares.
Es que pasamos muchos años y tiempo en escuelas, y lo que experimentamos en esos lugares influye profundamente en lo que somos.
La figura del maestro o la maestra aparece allí omnipresente, siempre disponible para cualquier consulta o atenta para cualquier demanda. Una frase suya puede ser crucial. Un gesto o una mirada, determinantes.
Sabemos muy poco de sus vidas. Nada, absolutamente nada, de su cotidiano esfuerzo. Somos testigos descuidados de una brevísima parte de sus existencias. Pero su tarea, como bien escribe King, influye en “el estudiante de bajos recursos, el inmigrante, el estudiante universitario de primera generación… la madre soltera que se esfuerza por pagar sus estudios en un colegio…”.
A esas escuelas y maestros deberíamos brindarles las mejores condiciones que podamos, sin excusas y analizando todo lo bueno que realizan día a día por sus estudiantes, porque “el acceso a la educación enriquecerá sus vidas, expandirá nuestra economía y fortalecerá nuestra democracia”, dice también el actual rector de la Universidad Estatal de Nueva York.
Mi madre, de 86 años, fue maestra rural a sus 18. Luego, la profesión la llevó por otros caminos, incluida la educación diferenciada, como se llamaba en su época, o a la Secretaría Académica Universitaria en La Pampa.
Por mi lado, viajo todas las semanas a localidades de no más de un millar de habitantes a enseñar en el nivel medio. Voy en auto compartido, junto a jóvenes docentes de entre 25 y 36 años.
Los trayectos sirven para charlar de todo un poco: de las noticias, de los proyectos de cada uno o sólo para mirar el campo en silencio, luego de una larga jornada.
Cada tanto afloran historias de estudiantes: de sus alegrías y tristezas, acerca de los hogares de donde provienen, de sus logros cotidianos y a lo que aspiran.
En ellos, como en mi madre, veo la vocación y el empeño extremo del que habla Kovadloff en su libro. Ambos vértices generacionales del mundo educativo renuevan el impulso de los comienzos y contagian a los docentes en formación.
Las preguntas, entonces, surgen de forma natural: ¿por qué las políticas educativas y económicas no los valoran en la medida que merecen? ¿Por qué la educación no tiene la centralidad que requiere imprescindiblemente? ¿Por qué se ausenta de modo inexorable de todas las campañas electorales?
Periodista