A los 6 años me dijeron que me iba a quedar ciega. El devastador diagnóstico que pronosticaba una caída en el mundo de la oscuridad hacia mi adolescencia lo hizo un oftalmólogo de un pueblo vecino a aquel en el que yo vivía, famoso por acusaciones que rozaban la mala praxis.
Mi madre, angustiada y testadura, no aceptó mi destino y buscó la forma de salvar mis ojos.
Las semanas que siguieron a esa devastadora noticia fueron sombrías. Mi madre no pensaba en otra cosa, y las maestras, con pena en la mirada, me recordaban que mi único lugar en el aula era el primer banco. En pocas palabras, mi visión era pobrísima. Un ojo tenía mucha miopía y bastante astigmatismo; el otro, el rengo, no había alcanzado la madurez necesaria para hacer lo que debía hacer.
Un mediodía mi madre vio en la mesa de Mirtha Legrand al doctor Nano, médico oftalmólogo que había fundado su clínica en San Miguel, provincia de Buenos Aires. La propia conductora comentó que ella se había hecho unas intervenciones o alguna consulta, algo que obró como el respaldo que mi madre necesitaba para pasar a la acción.
A las pocas semanas, ya había sacado los turnos y juntado el dinero para viajar y pagar las consultas, por lo que viajamos 300 kilómetros desde nuestro pueblo hasta la clínica de San Miguel. Por suerte, la casa de unos familiares quedaba muy cerca y facilitó una empresa que era pura esperanza.
Luz
Teníamos programados cuatro turnos con distintos especialistas, uno era la esposa del doctor Nano, que se dedicaba al tratamiento de niños. Me revisaron y midieron los ojos en profundidad, con calidez y paciencia para contrarrestar el nerviosismo de mi madre.
Entre una cita y otra, tomábamos café con leche en el bar de la clínica, donde conocí las medialunas de grasa estilo porteño.
Salimos después del mediodía; yo encandilada por el fondo de ojo que me habían hecho y mi madre un poco más tranquila, a juzgar por la forma suave y firme con la que me llevaba de la mano.
Nos dijeron que no tenía nada irreversible, que mi ojo izquierdo, el rengo, debía desarrollarse más y que no era nada extraño en los niños. Con el tratamiento que ellos me daban y los controles periódicos, crecería con mucha miopía pero no quedaría ciega.
Recuerdo que la esposa del doctor Nano se rio echándose hacia atrás cuando mi madre le trasladó el diagnóstico de aquel oftalmólogo del mal.
Para desarrollar mi ojo izquierdo, indicaba el tratamiento, tenía que usar anteojos y un parche en el ojo derecho todos los días durante dos horas mientras hacía alguna tarea que exigiera fijar la vista, como leer o hacer manualidades.
En los falsos años dorados de los 1990, cuando “importado” empezó a ser una categoría para ricos, mi madre me compró unos parches made in USA. Eran de papel, muy delgados y anatómicos, con un adhesivo que no dejaba residuos en la piel y hasta traía stickers.
De todos modos, cada día del tratamiento fue un infierno para mí. Me negaba siempre porque me daba vergüenza que me vieran con eso y además me producía una incomodidad que me obligaba a tener continuamente la boca abierta.
Cuando finalmente accedía, después de llantos escandalosos, me sentaba en la trastienda del negocio familiar a hacer lo que mi madre había planeado: recortar cosas, coser, pintar, hacer la tarea de la escuela y leer unos libritos de clásicos universales que me compraba cada tanto como incentivo.
No sé si cumplía las dos horas indicadas, terminaba cansada y llorando otra vez. Todavía recuerdo la sensación del parche despegándose por las lágrimas, mi madre resignada por ese día, pero dispuesta a insistir al siguiente.
A los pocos meses, volvimos a la clínica. Los estudios indicaban ahora un notable progreso; restaba continuar con el parche y los chequeos anuales. Y así fue. Los ajustes económicos hicieron que los parches dejaran de ser importados, pero la disciplina de mi madre no se modificó.
Los viajes a la clínica se convirtieron en una rutina anual, al igual que el café con leche y las medialunas de grasa. Mi madre siempre sacó turno con los mismos especialistas y, por las dudas, llevaba bajo el brazo un sobre marrón con mi historia clínica.
El tratamiento del parche no duró muchos años, pero fueron eternos y cumplimos con los controles sin excepción hasta mis 12 años, cuando me dieron el alta. Me dijeron que siempre tendría mucha miopía, que usaría anteojos gruesos, pero que podría operarme en algún momento o usar lentes de contacto.
Mis ojos estaban oficialmente salvados.
Oscuridad
Cuando me vine a estudiar a Córdoba, mi madre me preparó una caja con los esenciales artículos de cocina y un sobre marrón con una copia de la historia clínica de mis ojos. Me hizo prometerle que todos los años me haría un control con un buen profesional; me pidió por favor que fuera responsable.
No lo fui. Mi tratamiento en la clínica del doctor Nano estaba más lejos que el pasado y yo era prácticamente otra persona. Vivía al día, comiendo mal y derrochando el dinero en libros.
No tenía obra social, porque enfermarse de cualquier cosa a esa edad era impensable. Periódicamente mi madre me preguntaba si me había controlado los ojos y le decía que sí, obvio, que no tenía nada.
Pero un día tuve algo. A fines de 2020 hubo un eclipse a la hora de la siesta y me asomé por la ventana de mi departamento para verlo. Por su ubicación, no pude ver el sol directamente, pero sí me encandilé.
Decepcionada por perderme el acontecimiento, me volví a sentar a la computadora y me asusté al ver reducido mi campo de visión en la zona inferior derecha.
Fui a la guardia de una clínica muy recomendada. Expliqué mi situación, a pesar de que ya no tenía reducido el campo de visión. Me revisaron dos médicos residentes, una chica y un chico. Él me dijo que no tenía nada; ella le pidió que me volviera a revisar, por favor.
Me hicieron esperar mientras discutían afuera. Él me dijo con escepticismo que a la mañana del día siguiente volviera para ver al especialista en retina. Ella asentía enérgicamente y sus ojos por encima del barbijo me decían que había algo.
Volví a la mañana siguiente y el especialista, con la residente del día anterior mirando sobre su hombro, me revisó y detectó que tenía desgarros en las retinas: dos en la derecha y tres en la izquierda.
“Yo sabía”, decían los ojos de la residente. A los pocos minutos me hicieron suturas con láser y subrayaron la importancia del control anual para prevenir el desprendimiento de retina. Otra vez el fantasma de la ceguera.
No le conté nada a mi madre, que estaba atravesando una etapa de vulnerabilidad extrema que le impedía soportar semejantes noticias. Cuando me preguntaba (nunca dejó de pasar un año sin sacarme el tema), le seguía diciendo que me hacía los controles, obvio, y que no tenía nada.
Hace apenas un mes que murió mi mamá. Junto a otras realidades, me enfrento a esa en la que a nadie más, nunca, le van a importar tanto mis ojos.