Esta espera es interminable; creo que ya nos falta el aire.
Nuestra hija está en sala de partos y, por alguna razón, demora en hacernos abuelos.
Con sólo mirarnos, nos entendemos: la crianza de los hijos no da respiro.
¡Nació… por fin nació! “Es un gordo hermoso y los dos están muy bien”, dice la enfermera.
Nos abrazamos y lloramos; hiperventilamos de alegría.
“¿Te acordás de cuando era chiquita y nos preocupaba el espasmo de sollozo?”, comenta la flamante abuela. Sonrío; nada como la buena memoria para tener perspectiva.
El inicio del embarazo no fue fácil. Había riesgo de que nuestra hija perdiera el bebé, y pasó varias semanas en reposo. ¡Cuánto miedo por ella! ¿Habrá sido esa preocupación lo que me causó tos por varios días?
De repente –y con gran alboroto, como siempre– aparece nuestro hijo; con la sonrisa despreocupada de los que se saben eternos.
Salta, canta y nos invita a celebrar… ¡Se ha convertido en tío!
(¿Será este uno de esos momentos en los que la crianza da respiro?)
Nos alivia verlo así. Hasta hace pocos meses, vivía serio y angustiado. “¿Me voy o me quedo? ¿Trabajo o sigo estudiando?”, (se) preguntaba.
Lo acompañamos, aunque a los 23 años ninguna sugerencia ayuda a definir el propio rumbo.
Y pronto llegaron los cambios: consiguió un trabajo amable, reforzó amigos que lo quieren bien y no se separa de su pareja actual. Volvió a sonreír; y nosotros, a respirar.
Este personaje es el mismo que, hasta los 12 años, nos tuvo en vilo con sus crisis de asma. Eran tantas que perdimos la cuenta. Él se agitaba, nosotros nos agitábamos; él se aliviaba, nosotros también.
Su hermana, la madre de nuestro nieto (¡tenemos un nieto! ¿pueden creer?), es la que cada día volvía de la primaria con algún desasosiego. Porque (ese día) sus amigas no la habían hablado, o “porque (hoy) se burlaron de mis anteojos nuevos” o porque (una vez) la empujaron.
Hicimos rutina de contener la respiración hasta enterarnos cuál era el disgusto del día.
Cuando comprendimos que eran simples desconsuelos de la edad, respiramos hondo y, al comenzar la secundaria, el aire familiar ya fue más claro.
Excepto aquel día en el que, ante la llamada de la directora del colegio, perdí la voz. En un recreo, nuestro atolondrado hijo había estallado una puerta de vidrio. Quedé mudo.
Durante los eternos minutos que demoramos en llegar (resoplando), se nos cruzaron mil fantasmas.
Lo encontramos sentado, con sangre en la camisa, pero tranquilo; eran cortes superficiales.
(Gracias, ignoto médico de emergencias, por llegar rápido, curarlo y levantar la mirada para decirnos “no es grave”).
Recuperé la voz una semana después; lo recuerdo bien porque fue al pagar la boleta por exceso de velocidad.
Otro momento que nos dejó sin respiración fue cuando nuestra hija –por entonces con 6 años– interrumpió la cena de fin de año para preguntar qué era la menstruación.
A ella le alcanzó una explicación sencilla; nosotros seguimos la charla hasta la madrugada, entre suspiros e inspiraciones profundas.
¡Miren qué hermoso es nuestro nieto! Doc, ¿es normal que respire así?
Al gestar hijos, la respiración se agita; al parirlos, se entrecorta.
Cuando pronuncian má o pá por primera vez, te dejan sin aliento, y cuando los eligen mejor compañero/a se te infla el pecho.
La crianza infantil bien podría ser definida como una cuestión respiratoria.
* Médico
