La civilización del espectáculo es la definición de la civilización de nuestro tiempo, en un mundo en el que el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde paliar el aburrimiento es la pasión universal. Este ideal de vida es perfectamente legítimo. Pero convertir esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene como consecuencia la banalización de la cultura.
¿Qué ha hecho que Occidente haya ido deslizándose hacia la civilización del espectáculo? Al desgaste de largos años de privaciones de la Segunda Guerra Mundial, le siguió en las sociedades democráticas de Europa y América del Norte un período donde las clases medias crecieron como la espuma, se intensificó la movilidad social y se produjo al mismo tiempo una notable apertura de los parámetros morales.
Este bienestar, la libertad de costumbres y el espacio creciente ocupado por el ocio en el mundo desarrollado constituyó un estímulo notable para que proliferaran como nunca antes las industrias del entretenimiento. De este modo, sistemático y a la vez insensible, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y angustia, pasó a ser para sectores sociales cada vez más amplios de la cúspide y base de la pirámide social un mandato generacional.
Otro factor no menos importante para la forja de la civilización del espectáculo ha sido la democratización de la cultura, un fenómeno altamente positivo: la cultura no podía seguir siendo el patrimonio de unos pocos, sino estar al alcance de todos mediante la educación, pero también la promoción de las artes, las letras y todas las manifestaciones culturales.
Esta loable filosofía ha tenido en muchos casos el indeseable efecto de la trivialización de la vida cultural, donde ciertos contenidos de los productos culturales se justificaban en razón del propósito cínico: la cantidad a expensas de la calidad.
No es casual que la crítica haya poco menos que desaparecido en nuestros medios de hoy y que se haya refugiado en esos conventos de clausura que son las facultades de humanidades y. en especial, los departamentos de filología.
La crítica en épocas de nuestros abuelos y bisabuelos desempeñaba un papel central en el mundo de la cultura, porque asesoraba a los ciudadanos en la difícil tarea de juzgar lo que oían, veían y querían.
El vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que insensiblemente lo haya llenado la publicidad, constituyéndose en nuestros días en su factor determinante. La publicidad ejerce una influencia decisiva en los gustos, la sensibilidad, la imaginación y las costumbres.
El intelectual asiste al eclipse de un personaje que desde hace siglos y hasta hace relativamente pocos años había jugado un papel importante en la vida de las naciones.
En nuestros días, el intelectual se ha esfumado de los debates públicos. Es verdad que todavía firman manifiestos, envían cartas a los diarios y se ensalzan en polémicas. Pero nada de ello tiene seria repercusión en la sociedad, cuyos asuntos económicos, institucionales e incluso culturales se deciden por los poderes fácticos, desde los cuales los intelectuales sólo brillan por su ausencia.
La razón que debe considerarse es el descrédito de varias generaciones de intelectuales que cayeron por sus simpatías con los autoritarismos (nazi, soviético y maoísta) frente a horrores como el Holocausto y el Gulag y las carnicerías de la Revolución Cultural.
Hoy reina la primacía de las imágenes sobre las ideas. Los medios audiovisuales, el cine, la televisión y ahora internet han ido dejando rezagados a los libros.
Hay una cultura que propicia el menor esfuerzo. No preocuparse ni angustiarse ni, en última instancia, pensar. Imagina abandonarse en actitud pasiva.
En la civilización del espectáculo, la política ha experimentado una banalización acaso más probada que en la literatura, el cine y las artes. Lo que significa que en ella la publicidad y los eslóganes, lugares comunes, frivolidades y tics ocupan casi enteramente el quehacer que antes estaba reservado a razones, programas, ideas.
Un político de nuestros días, si quiere conservar su popularidad, está obligado a dar una atención primordial al gesto. Nada hay que importe más que el color de sus canas, las arrugas, así como el atuendo valen tanto como explicar lo que el político se propone hacer.
El diccionario llama frívolo a lo ligero, veleidoso e insustancial. Pero en nuestra época ha dado a esa manera de ser una connotación más concreta. La frivolidad consiste en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada, en la que la forma importa más que el contenido; la urgencia más que la esencia.
Octavio Paz señaló con exactitud el carácter efímero sin pudores de los políticos contemporáneos. Los espectadores no tienen memoria; por eso tampoco tienen remordimiento. Viven prendidos a la novedad, no importa cuál sea, con tal de que sea nueva.
¿Cómo ha influido el periodismo en la civilización del espectáculo? De entrada, digamos que la frontera que tradicionalmente separaba al periodismo serio del escandaloso ha ido llenándose de agujeros, llegando en algunos casos a evaporarse.
Una de las consecuencias de convertir al entretenimiento en el valor dominante va produciendo también un trastorno en la información.
Las noticias pasan a ser importantes o secundarias, sobre todo y a veces exclusivamente, no tanto por su significación económica, política, cultural o social, como por su carácter novedoso. Esta sutil dispersión de sus objetivos tradicionales la convierten también en una prensa light, ligera, amena.
Desde luego que toda generalización es falaz y que no se puede meter en el mismo saco a todos por igual. Por supuesto que hay diferencias, y que algunos órganos de prensa tratan de resistir la presión del medio en el que operan sin renunciar a los viejos paradigmas de seriedad, objetividad, rigor y fidelidad a la verdad, aunque ello sea aburrido.
Pero la crisis de verdad es que ningún diario, revista y programa informativo de hoy puede mantener un público fiel sin adhesión absoluta a los rasgos distintivos predominantes de la sociedad del espectáculo.
Los grandes órganos de prensa no son meras veletas que deciden su línea editorial, su conducta moral, sus creaciones informativas. Su misión también es orientar, asesorar, educar, dilucidar lo que es cierto o falso, justo o injusto, bello y execrable en el vertiginoso vórtice de la actualidad. Para que esta función sea posible, es preciso un órgano de prensa que no comulgue en el altar del espectáculo, y hoy corre el riesgo de perderlo todo.
Extracto de la disertación que el escritor peruano ofreció en la 64ª Asamblea General de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), en octubre de 2008, en Madrid.