En Argentina existen dos vocaciones que parecen muy distintas, pero si escarbamos un poco, comparten más de lo que pensamos: la del futbolista profesional y la del investigador científico.
Ambas están llenas de historias de obsesión temprana: chicos que se quedan pateando tiros libres hasta que la comba sale sola o haciendo experimentos caseros hasta la madrugada.
Una arranca en el potrero, con botines embarrados y olor a pasto; la otra, entre bibliotecas y laboratorios.
Ser futbolista profesional ocupa el centro del imaginario colectivo argentino: se celebra como épica nacional y funciona casi como un mandato para millones de infancias.
La investigación científica, en cambio, avanza en el anonimato y suele quedar encasillada como asunto del club de nerds del curso.
La pregunta es concreta: ¿es más probable que un juvenil llegue a Primera División de AFA o que un graduado ingrese a la carrera de investigador del Conicet?
Estadísticas del éxito y probabilidades del sueño no cumplido
En el fútbol argentino, miles de chicos sueñan con llegar a Primera. Sin embargo, el filtro es feroz. El primer corte es inferiores: de cientos de aspirantes, apenas unos pocos son fichados. Y de esos, sólo 1-3 de cada 100 llega a convertirse en futbolista de Primera.
La máxima categoría reúne alrededor de 30 equipos y unos 900 futbolistas, frente a más de 25 mil juveniles e infantiles fichados cada año.
En 2021 debutaron 394 jugadores, pero un tercio jugó apenas un partido en toda la temporada.
Si subimos la vara a la selección, desde que Scaloni asumió en 2018 apenas 49 jugadores debutaron con “la celeste y blanca”. Llegar es dificilísimo; consolidarse, todavía más.
En la ciencia, el filtro es menos televisado pero igual de feroz. Para miles de universitarios, entrar a la carrera de investigador del Conicet equivale a firmar contrato con un club de elite o, incluso, jugar en la selección nacional.
El proceso de selección también es riguroso y competitivo: antecedentes, pasantías, plan de trabajo, becas y subsidios obtenidos, publicaciones, etcétera.
En 2018 hubo 2.207 postulantes y 450 ingresos (~20%); en 2022, 1.600 solicitudes y 850 ingresos (~53%). Peor aún, desde el 2022, debido a “restricciones presupuestarias” (¡básicamente un tremendo ajuste en ciencia!), los ingresos regulares se interrumpieron.
La puerta quedó cerrada y hace cuatro años que no ingresa un nuevo investigador a nuestro sistema científico. El banco de suplentes no deja de crecer y el alargue parece interminable.
Fútbol y ciencia, de sacrificios personales y victorias colectivas
En Primera División, los sueldos son una montaña rusa: varían por club, puesto y jerarquía, y encima se suman premios, sponsors, derechos de imagen y transferencias.
En el Conicet, la brecha salarial es casi plana: cinco categorías (asistente, adjunto, independiente, principal y superior) con diferencias moderadas y techos claros.
Hoy, un Asistente cobra apenas por encima de una canasta básica total. No hay horas extras pagas, ni premios, ni sponsors, ni derechos de imagen.
En síntesis: aun jugando en la “selección” de la ciencia, el recibo se parece más al de un defensor de una liga regional que al de un titular en Primera.
Las trayectorias corren en tiempos distintos. Un crack puede firmar a los 16 y debutar incluso antes de terminar el secundario; una carrera científica demanda 10–15 años entre licenciatura, doctorado y posdoctorado, más concursos y evaluaciones periódicas.
Mientras ese pibe de 16 mete tres goles en una final barrial y lo espera un representante con el auto encendido, un becario doctoral de 30 termina su tesis a las tres de la mañana y se regala una sonrisa frente al espejo.
El fútbol es un sprint de alta presión desde la preadolescencia; la ciencia, una maratón con vallas e hidratación racionada.
Ambos impactan en la sociedad, pero uno puede llegar a ser visibilizado como héroe nacional (aunque no siempre, claro está) y el otro, etiquetado como gasto estatal. Y sin embargo, sin ciencia no hay medicina, vacunas, producción sostenible ni tecnología (como el VAR).
Entre el VAR y el recorte presupuestario
Argentina, un país donde los sueños se entrenan fuerte, pero se profesionalizan con obstáculos. Llegar siempre es difícil; sostenerse, descomunal. Sea con botines o con guardapolvo; con pelotas o con pipetas.
La pasión no se negocia; los presupuestos sí. Las dos vocaciones dependen de políticas públicas: inversión, planificación, infraestructura.
En ambas, el Estado es decisivo desde muy abajo. Con presupuesto, el semillero florece; sin inversión, se improvisa, se fuga, se pierde.
Al fútbol lo rescata la pasión popular; a la ciencia, si el Estado no la cuida, se le empiezan a ir sus figuras por Ezeiza. No olvidar que Argentina tiene cinco premios Nobel, tres de ellos en ciencias. Sin apoyo sostenido, finalmente no hay ni Messi ni Leloir.
La inversión en ciencia y tecnología como porcentaje del producto interno bruto (PIB) viene cayendo dramáticamente, y en 2025 tocó un mínimo histórico (0,16%).
En la crisis de 2002 fue 0,17%. Eso no equilibra ninguna macroeconomía, pero sí arruina un sistema que tarda décadas en montarse.
Países en vías de desarrollo que apuestan a un modelo productivo con valor agregado destinan al menos 1% de su PIB, y muchos superan el 3%. El ajuste en ciencia y técnica es barato en caja… y carísimo en futuro.
Una misma camiseta, la celeste y blanca
La ciencia argentina está en un punto de inflexión que roza el no retorno. Lo que se pierde por desinversión debería escandalizar. Durante décadas, se hizo muchísimo con muy poco.
La comunidad científica argentina es prestigiosa y productiva: publica en revistas de primera línea, colabora en proyectos internacionales, forma recursos humanos y genera conocimiento estratégico.
Hoy trabaja precarizada: salarios en la línea de pobreza, programas paralizados, convocatorias inciertas. El panorama es alarmante: reducción de becas doctorales, ingresos congelados, recortes universitarios, desfinanciamiento en equipamientos e infraestructura, etcétera.
El resultado es previsible: tesis demoradas, laboratorios vacíos, desarrollos estratégicos postergados y fuga de cerebros.
Tratar a la ciencia como gasto rinde en campaña, pero se paga caro en la vida real: menos productividad, menos soberanía, menos soluciones propias. En definitiva, y paradójicamente, ¡menos libertad!
Ni el pibe que gambetea a los 12 está condenado al éxito ni la estudiante brillante tiene garantizado un cargo.
El contexto manda –no solo la “meritocracia”– y, casi siempre, lo define la política pública. Sin deporte y sin ciencia, no hay futuro para un país independiente, inclusivo y desarrollado.
Entonces, la pregunta “¿quién la tiene más difícil?” es menos útil que esta: ¿qué partido queremos jugar como país? Necesitamos ambas: la emoción del domingo y la perseverancia del lunes.
Hay que dejar de tratar a la ciencia como gasto y al fútbol como excusa, y empezar a verlos como dos escuelas de excelencia pública.
El potrero y el laboratorio enseñan lo mismo: el talento sin equipo no alcanza; el esfuerzo y entrenamiento sostenido valen la pena; la paciencia y el cuidado institucional pesan más que cualquier frase contundente en cadena nacional.
Al final, futbolistas e investigadores –aunque parezcan de mundos distintos– visten la misma camiseta y juegan para el mismo equipo: el tuyo, el nuestro, el de nuestros hijos.
Investigador del Conicet y jugador de fútbol cuando falta uno. @laggercristian