El presidente Javier Milei anunció hace unos días que renuncia al hábito de insultar a periodistas y a rivales ideológicos que, como todos sabemos, fueron víctimas de insultos y de descalificaciones soeces.
En buena hora. Reparar errores es un buen punto de partida para que el diálogo político, cimiento del sistema democrático, sirva para preservar la paz y la concordia.
Pero omitió renunciar a otro hábito, tanto o más dañino que el de injuriar con expresiones guarangas: el hábito de adoctrinar a sus partidarios declarando que “no se odia suficientemente al periodismo”, en alusión a quienes critican su desempeño en diarios, canales de TV, emisoras radiales y demás medios masivos de comunicación.
Forma parte de nuestra historia –de la remota y de la más próxima– el enfrentamiento entre sectores que profesaron distintos credos políticos, desde unitarios y federales hasta radicales y peronistas, desde la segunda mitad del siglo pasado.
Pero en esos enfrentamientos el odio no deshumanizó a los rivales. Ni los radicales odiaron a los peronistas ni los peronistas odiaron a los radicales.
Apología del odio
Ahora, con el presidente Milei como vocero de la propaganda que exalta al odio como instrumento proselitista, el país corre el riesgo de afrontar una división cruel. Sencillamente porque quien odia desea el mal para el rival.
La política, entonces, deja de ser una contienda de ideas para degradarse a la condición de amenaza que pone en peligro la vida misma.
Esta apología del odio no es una novedad. Fue uno de los pilares doctrinarios del nazismo en la Alemania de 1933.
En ese año, Adolf Hitler asumió el gobierno y se lanzó a imponer por la fuerza la llamada superioridad racial de los arios frente a judíos y musulmanes, y a preparar a las fuerzas armadas para recuperar territorios perdidos luego de la Primera Guerra Mundial.
Y para someter a los opositores políticos dentro de fronteras germanas, adoctrinó al nazismo con esta consigna: en la acción política no hay adversarios sino enemigos, y con los enemigos no se dialoga; se los elimina y, si es necesario, se los mata.
Fueron los gérmenes que poco tiempo después provocaron la Segunda Guerra Mundial, la más grande tragedia que sufrió la humanidad.
Reconciliación histórica
Afortunadamente, son remotas las posibilidades de que la “doctrina del odio” que aconsejan el presidente Milei y sus asesores encuentre apoyo en el país.
La Iglesia católica, en primer término, defensora de la paz y la concordia a lo largo de nuestra historia y todos los partidos democráticos, dejando de lado sus diferencias asumirá la responsabilidad de impedir que el odio destruya la Nación.
Un episodio de nuestro pasado político que tal vez ignora el presidente Milei le servirá para reparar el error que comete cuando exalta el odio como procedimiento político.

Es este: durante su primera presidencia, Juan Domingo Perón encarceló durante un año al dirigente radical Ricardo Balbín, a quien acusó de “desacato” y decidió liberarlo mediante un decreto de amnistía. Balbín no la aceptó y debieron sacarlo a empujones de la cárcel.
Luego se enfrentaron tres veces como candidatos a presidente: Balbín por el radicalismo y Perón por el peronismo y por un frente con otros partidos políticos.
Fue una rivalidad que marcó ideas y sentimientos que dividieron por décadas al país. Pero ambos jamás cultivaron el odio.
Al contrario: cuando Perón regresó del exilio, en 1973, le tendió la mano a su rival, y Balbín se la estrechó. Así ambos dejaron atrás sus diferencias para unirse y trabajar por la Patria.
Al morir Perón, en julio de 1974, Balbín lo despidió con este concepto conmovedor: “Este viejo adversario viene a despedir a un amigo”.
Abogado