En su libro La democracia en América, Alexis de Tocqueville confesó querer a la libertad de prensa no porque sea buena por naturaleza, sino por consideración a los males que impide.
La libertad de expresión está asociada al progreso de la imprenta y a la posibilidad de producir en forma masiva escritos que permitan la difusión de las ideas y del conocimiento.
A ese invento debe la humanidad su salto cualitativo, impulsado por la filosofía de la Ilustración y por la expansión de los dominios de la razón a todas las disciplinas.
Un caso emblemático
En las colonias inglesas de América del Norte, las primeras publicaciones periódicas comenzaron a partir de 1690, y durante todo el siglo XVIII se fueron multiplicando. Esos diarios no eran, como hoy, medios informativos, sino instrumentos del debate público puestos, por lo general, al servicio de uno u otro partido.
Así, con fuertes invectivas lanzadas al rostro del adversario, quien a su vez respondía sin ninguna moderación, se fue moldeando una opinión pública suficientemente fuerte como para transformarse en un órgano de control del gobierno.
John Peter Zenger fue un editor de Nueva York que en 1736 decidió, a instancias de un grupo de enemigos políticos del gobernador nombrado por la corona, utilizar su imprenta para publicar una hoja semanal sumamente crítica de las autoridades coloniales.
El sheriff no tardó en visitarlo: sus diarios fueron quemados, y el impresor, puesto en la cárcel en la suposición de que el aislamiento tras las rejas y el impedimento de usar la diabólica herramienta para fabricar balas de tinta acabarían con la producción de los volantes insurrectos.
Zenger, sin embargo, se las ingenió para seguir publicando con la ayuda de su esposa, a la que le pasaba las instrucciones entre los barrotes.
El procurador general lo acusó ante la Corte de sedición, por editar noticias falsas con la intención maliciosa de calumniar al rey. Cuando los defensores pidieron el apartamiento de dos jueces del tribunal por haber sido nombrados de manera irregular, los magistrados reaccionaron y cortaron por lo sano expulsando del foro a los letrados.
Zenger buscó entonces para su defensa al prestigioso abogado Andrew Hamilton, de Filadelfia, quien hizo ante el jurado una defensa valiente sobre la libertad de expresión y el derecho a criticar los actos de gobierno sin temor a sufrir por ello represalias.
El jurado dio su veredicto y absolvió al editor, en lo que configura el precedente más antiguo en tierras americanas a favor de la libertad de expresión, que en aquellas colonias del norte fue un hábito antes que un derecho.
Un oficio que incomoda
El caso Zenger permite comprender con nitidez que la función del periodismo como control del poder nunca fue cómoda para los gobiernos. No lo fue en el siglo XVIII, cuando imprimir críticas podía costar la cárcel, y no lo es ahora, cuando el descrédito se ejerce desde micrófonos oficiales y es amplificado por redes y operadores.
La historia contemporánea está marcada por episodios en los que el periodismo ha asumido el rol que otras instituciones rehusaron cumplir. El caso Watergate, que forzó la renuncia de un presidente norteamericano, no surgió de una investigación judicial, sino del trabajo de dos reporteros decididos a llegar hasta el fondo de la verdad.
En la Argentina, la causa de los cuadernos –con todas sus controversias y límites– se inició por una pesquisa periodística que reveló una estructura de corrupción enquistada en el poder político. En ambos casos, el periodista no fue el narrador de una verdad descubierta: fue el descubridor.
Odiar lo suficiente
La desconfianza del poder hacia el periodismo no es una anomalía: es la reacción natural de quien ostenta autoridad frente a quien lo vigila desde afuera.
En esa dirección, hemos visto cosas increíbles en el pasado: desde establecer como un juego para niños escupir fotos de periodistas indeseables en la plaza pública hasta un jefe de Gabinete que rompió un diario en público, pasando por la iniciativa de una ley de medios cuyo único objeto era acallar las voces disidentes.
Pero nunca se vio una agresión tan explícita como la de Javier Milei, quien, a sus permanentes exabruptos, ha sumado uno que provoca estupor: “A los periodistas no se los odia lo suficiente”.
¿Qué significa realmente “odiar lo suficiente”? ¿Qué grado de intensidad debe alcanzar el desprecio para volverse políticamente eficaz? ¿A qué umbral de hostilidad se nos invita?
No basta con estar en desacuerdo, criticar o refutar: se pide odiar lo suficiente, como para justificar la persecución, la cancelación o el escarnio de quien no piensa igual, hasta borrar del mapa todo discurso que no coincida íntegramente con el oficial. Y posiblemente sea este el deseo del ministro Luis Caputo cuando vaticina “el periodismo va a desaparecer”.
¿Tiene idea Milei de lo peligrosa que es su incitación al odio cuando hay millones de personas que lo siguen, entre las cuales es posible que haya fanáticos que se sientan instigados a hacer justicia por sí mismos, poniendo a los indeseables periodistas en su lugar?
La historia, como decía Cervantes, es advertencia de lo porvenir. Bastó que el presidente Juan Domingo Perón invitara a sus partidarios a dar leña para que mucha gente, enardecida, prendiera fuego al Jockey Club.
- Abogado