Es común escuchar a adultos denostar a los niños por sus nuevas conductas, actitudes desafiantes, costumbres atípicas y transgresiones.
“Se alimentan mal”, “perdieron hábitos”, “no respetan autoridades”, son algunas frases con las que denuncian problemas en otros, sin advertir que quizá sean ellos mismos los problemáticos, reflejados en sus hijos o alumnos.
El uso/abuso de dispositivos electrónicos brinda un ejemplo nítido.
Excusados con razones laborales o de seguridad, incontables padres, madres y otros cuidadores se han vuelto adictos a las pantallas -en especial, a sus teléfonos– acorralados por los infinitos distractores de las plataformas.
Sobran ejemplos. Se asoman a leer un mensaje recién recibido -breve, no urgente, postergable-, y de inmediato su atención es captada por avisos y ofertas imperdibles o imágenes estridentes cuyo consumo les absorbe más tiempo del que pensaban dedicar a la lectura del mensaje inicial.
Pocos años atrás, un estudio bien diseñado encontró que un adulto promedio miraba la pantalla de su teléfono alrededor de 90 veces por hora. Hoy resulta imposible estimar una cifra, con un dispositivo incorporado (“puesto dentro del cuerpo”) que funciona de igual modo que late el corazón, respiran los pulmones o crecen las uñas. Es imposible medirlo.
En ese camino adictivo, quedan postergadas la atención (al medio y a los demás), el ejercicio de activar la memoria y los aprendizajes derivados de interactuar con la naturaleza, por citar ejemplos de pérdidas sensibles.
Pero, claro, parece más sencillo criticar a niños y adolescentes porque “no aprenden como antes”, muestran “poca atención”, “dejaron de jugar”, o -¡lo peor de lo peor!-, porque “ya no leen libros de papel”.
Varios pensadores echan luz sobre el asunto al recordar que cada generación ha intentado desde siempre cuestionar a la anterior; renegar de sus competencias, sabidurías y experiencias en el intento de acceder al conocimiento prescindiendo de las mediaciones, de los “expertos”.
Alessandro Baricco afirma que la web concreta el anhelo de muchos niños y adolescentes actuales que, con genuina rebeldía, buscan caminos directos a las cosas, evitando mediaciones.
Este “deslizamiento sin roce” no depende sólo de la mera irrupción de la tecnología, sino que esta brinda un renovado modo de eliminar autoridades y jerarquías que se interponen en ruta al conocimiento.
Un deseo tan antiguo como la humanidad es hacer “desaparecer” a los viejos (padres, madres, maestros, sacerdotes y todas las representaciones sociales que intermedian) en la búsqueda de la propia identidad.
La web ofrece formas ágiles y entretenidas de reiterar en los chicos la añeja pregunta: “¿Para qué sirven los adultos”? La respuesta surge enseguida: en internet, ellos pueden, en centésimas de segundos, resolver tareas del colegio, saciar su curiosidad sexual y hasta develar dilemas existenciales sin adultos.
Sin embargo, a poco de transitar ese camino de “libertad”, no pocos empiezan a extrañar algún contacto humano. Necesitados de protección, levantan la vista del teléfono y ¿qué ven? A adultos hipnotizados con el suyo.
En ámbitos escolares ocurre algo similar. La lectoescritura tradicional propuesta por los docentes choca con el hipertexto, un recurso digital que les ahorra espacio, pero que también les genera un recorrido saltatorio que dificulta asimilar lo leído. Entonces comprenden que la linealidad de la lectoescritura clásica no era tan mala.
Quizá, sólo quizá, el uso de dispositivos electrónicos no sea la verdadera amenaza a los vínculos interpersonales, sino una modernizada manera de interpelar a la autoridad adulta. Como siempre lo han hecho los chicos. Siempre.
- Médico