Tamin bin Hamad Al Thani tiene 42 años, un incierto bigote y tres esposas oficiales que se alternan para ser parte de su escenografía mientras viaja por hoteles cinco estrellas armando y desarmando negocios con CEOs y con presidentes. A este señor, del que todavía no sabemos pronunciar bien su nombre, lo veremos dentro de 67 días dar la señal de largada del Mundial de Fútbol de Qatar, un país que gobierna desde su trono máximo de emir y como heredero de una familia monárquica que maneja esta península petrolera desde mediados del siglo XIX.
Las fiestas ecuménicas, como los mundiales, los Juegos Olímpicos o los recitales multitudinarios que se organizan por causas santurronas, intentan poner en escena la falsa armonía de un planeta sin diferencias raciales, sin desigualdades, en el que todos miran a cámara y sonríen como si estuvieran detrás del mostrador de un McDonald’s.
Intentan, además, transmitir una imagen positiva, deseable y colmada de atractivos del país anfitrión, que por algo lleva una década laburando para armar un evento que apenas durará 28 días, pero que se espera sobreviva por décadas en los recuerdos de millones de potenciales turistas, o al menos en los archivos de YouTube.
En este caso, le costará a Qatar transmitir aquella imagen disneylandiana, porque el Mundial de Fútbol 2022 nació de nalgas y puede terminar peor.
Según una investigación publicada en 2013, Qatar sobornó a las autoridades de 30 federaciones nacionales de fútbol y a autoridades de la Fifa, cuando en 2010 fue elegida sede de la cita futbolera. De otra manera, ¿quién hubiera elegido jugar un mundial en este arenero con 50 grados a la sombra? Pero el dinero hidrocarburífero lo consiguió. Por primera vez, hasta se cambió la fecha de la cita. Esta vez, la final de la competencia será prólogo de las garrapiñadas navideñas.
El Mundial de Qatar será, además, una derrota para todas las generaciones humanas posteriores a la Segunda Guerra Mundial que lucharon para el avance de lo que se llama “los derechos humanos”, ese catecismo laico que dice que todos y todas –bonitos y feos, blancos o negritos, millonarios o miserables– merecen ser apapuchados y protegidos desde el nacimiento.
Esta vez la pelota del fair play rebotará sobre un país que no respeta siquiera esos postulados fundamentales. Qatar se manducó cientos de vidas de obreros en la construcción de sus estadios; no respeta la libertad de expresión y encarcela a quienes opinen feo; mantiene a las mujeres hundidas en una cueva medieval sujeta a voluntad de tutores, y a cualquier ingenuo que exteriorice sus ansias LGBTQ+ le tienen preparada una suite, reservada por siete años, en una cálida cárcel local.
El Mundial de Qatar es una derrota para quienes tienen expectativas de un mundo más ecuánime. Es una estafa para quienes creyeron en la promesa de un presente más justo. Es una rendición planetaria frente al poder del dinero, un evento que actuará como anestesia global, como somnífero. Una Guantánamo deportiva en la que, por 28 días, el mundo saltará y se divertirá frente a los ojos de tres millones de habitantes que viven la suspensión del respeto a sus derechos humanos.
Ni un solo país se animó a boicotear la cita. Ni un solo jugador integrante de las selecciones participantes hizo declaraciones que visibilicen esta capitulación internacional. En tiempo de cancelaciones masivas y de sobreactuaciones de lo políticamente correcto, nadie cancela al Mundial de Qatar.
Así como lo hizo con el nazismo, con el fascismo italiano, con la dictadura argentina, el fútbol volverá a regalar un baño de pátina simpática, esta vez a los emiratos petroleros dictatoriales. Para que aquellas experiencias históricas obtuvieran éxito, tuvo que haber, necesariamente, una mayoría que cerró los ojos o que permaneció en silencio. O juntando figuritas para llenar un álbum. Como ahora en Qatar.
