Tenemos turno a las 10 de la mañana. En la recepción, cuando lo solicité, me advirtieron que no era necesario venir antes, pero sí estar dispuestos a esperar, por si una emergencia requería que el doctor asistiera al quirófano.
Justamente ese día, 15 minutos antes, avisan por altavoz que el doctor Yáñez ha sido requerido por una urgencia: un paciente que llegó de Jujuy. Repiten que esperemos, que cuando termine, atenderá a los pacientes de consultorio.
Saco mi “tejido de hospital” y los libritos de pintar para el paciente. Es uno de mis hijos, de 3 años, que nació con una tumoración en la base del cráneo, de la cual fue operado y la biopsia determinó que es algo muy poco frecuente: fascitis craneal proliferativa.
La rareza del diagnóstico (hay solo nueve casos conocidos en el mundo*) nos trajo acá, a la ciudad de Buenos Aires, al mejor hospital pediátrico de Sudamérica.
Pasa una hora y –ante la inquietud de mi hijo, que ya no se conforma con pintar y quiere correr por los pasillos– pienso si vale la pena esperar. En la sala de espera, amplia, cómoda, limpia, vamos entablando diálogos.
–Quédese tranquila. El doctor no se va del hospital sin atender a los pacientes.
-Yo vengo de Catamarca; es muy bueno el doctor. Me lo salvó al José, que tenía un bulto en la frente.
-A la mía la va a operar la semana que viene. Venimos de La Plata.
Son las 12:30, y los altavoces anuncian que el doctor regresó al consultorio y retoma la atención. Este y otros anuncios se escuchan claros, como si quien los diseñó hubiera pensado realmente en quienes deben recibir el mensaje.
Realizamos la consulta. Acordamos fecha de operación y comienza el proceso de hacer estudios y pruebas prequirúrgicas.
Ninguna de ellas es sencilla para un niño inquieto de 3 años, pero en todas las instancias (laboratorio, electrocardiograma, radiografías) encontramos profesionales preparados en lo técnico y cálidos humanamente.
Andrés todavía recuerda (han pasado más de 30 años) a la enfermera que le ponía “cinco besos para ver cómo anda tu corazón”, y con mano experta y sonrisa tranquilizadora, le colocaba los electrodos.
Fue operado; una larga y compleja operación, exitosa. Varios días internado, sus muchos hermanos (seis en aquel momento) pudieron visitarlo, y también se acuerdan del médico que entraba y dialogaba con ellos.
Su caso fue compartido en ateneos científicos, de los que los médicos del hospital formaban parte.
El servicio de recupero del hospital cobró a nuestra obra social todo el costo.
¿Por qué traigo hoy este relato de una situación tan personal? Porque ese hospital era el entonces joven hospital Profesor Doctor Juan P. Garrahan, centro pediátrico de referencia en salud pública, gratuita y de alta complejidad de la Argentina.
Y mi hijo, y tantos otros niños que conocí y con cuyas familias compartí horas de espera, temores, alegrías de recuperación y dolores de fracasos, tuvieron allí la posibilidad de ejercer su derecho “al disfrute del más alto nivel posible de salud, y a servicios para el tratamiento de las enfermedades y la rehabilitación de la salud”, tal como lo indica la Convención de los Derechos del Niño.
Convención que tiene rango constitucional y que establece que “los Estados Parte se esforzarán por asegurar que ningún niño sea privado de su derecho al disfrute de esos servicios sanitarios”.
El hospital Garrahan es una herramienta para cumplir con ese mandato. No pueden desconocerlo quienes tienen la obligación de gobernar o legislar obedeciendo los preceptos constitucionales, y que deben hacerlo “con un oído en el pueblo”.
Sirva también este pedazo de mi memoria para homenajear a quienes construyeron y a quienes hoy siguen sosteniendo un centro de excelencia y de atención federal. Aunque esté en el puerto, nos pertenece y nos sirve a todos los argentinos. A los niños argentinos y a sus familias.
*En marzo de 2022, había reportados un total de 80 casos.
Exlegisladora provincial