Cuando Robert Francis Prevost fue presentado en el Vaticano como el nuevo jefe de la Iglesia Católica, dos datos sirvieron para intuir el rumbo de su pontificado: sus raíces en Estados Unidos -el país que hoy gobierna Donald Trump- y el nombre que eligió: León XIV.
Ese nombre fue interpretado como una señal de continuidad con Gioacchino Pecci, Leon XIII, el papa que con la encíclica Rerum Novarum enfrentó a principios del siglo pasado el debate de las cosas nuevas, en una sociedad nueva, unos100 años después de la invención del ferrocarril.
El ritmo del Vaticano para adaptarse a las novedades sin comerse las curvas suele ser así de cauteloso. Valga la precisión: León XIII nació en 1810, tres meses antes de la Revolución que hoy evocamos los argentinos.
Si Prevost es una posible señal de adaptación al Vaticano a los tiempos por venir, queda claro que hay cambios sociales tan profundos y arraigados que la política ya no podrá revertir.
Un ejemplo de esas novedades tuvo que procesar el jueves pasado la opinión pública norteamericana: Trump convocó a una cena en su club de golf en las afueras de Washington, a la que sólo estuvieron invitados los inversores de la criptomoneda con la cual recauda fondos sin el itinerario tradicional de justificaciones que prevé el régimen de financiamiento político norteamericano.
Fue un público selecto de 220 personas, que aportaron U$S 148 millones por sentarse en la cena, en muchos casos mediante transacciones con criptomonedas ajenas a cualquier tipo de supervisión, envueltas en el anonimato.
Se trata de un procedimiento que en Argentina evoca un fallido del Gobierno nacional: el de aquella criptomoneda difundida por el presidente Javier Milei, que concluyó en una estafa cuyas derivaciones están ahora en el distrito sur de Nueva York del fuero federal norteamericano, por una acción de clase iniciada por los perjudicados. Ni el Presidente ni su hermana Karina están involucrados hasta el momento de manera directa en ese expediente.
El caso es, de todos modos, una muestra de cómo (desde la perspectiva de la adaptación política a la nueva realidad económica mundial) la imitación de Milei a los procedimientos del trumpismo es una ventaja que el Presidente explota para consolidar su liderazgo.
Milei también es un adepto a la impugnación del orden global vigente, puesto en jaque desde todos los vértices en tiempos de la última pandemia. Un globalifóbico por derecha, explican algunos de sus ideólogos. O, en todo caso, un disruptor pragmático que se adapta a los nuevos tiempos de la resurrección de la geopolítica y la “desgobernanza” global.
Señales
El triunfo ajustado pero efectivo del partido del Presidente en las elecciones locales de la Ciudad de Buenos Aires disparó algunos nuevos efectos visibles de esta concepción política. El primero de ellos fue el nuevo estilo de campaña sucia, desarrollada en un ámbito donde la autoridad de los funcionarios electorales pierde por su asimetría con la escala global.
Un video falsificado mediante inteligencia artificial generativa se viralizó en las redes, donde a las autoridades judiciales se les diluye el poder jurisdiccional. Una maniobra anónima (como los aportantes del mundo cripto), pero peligrosamente cercana al círculo áulico presidencial.
El segundo efecto del triunfo, en ese nivel de operaciones, fue la decisión oficial de detonar la comisión que había creado el Poder Ejecutivo para actuar en un intento de esclarecimiento del Libragate.
Ese movimiento post electoral estuvo complementado con el quebranto inducido (junto a aliados en el Congreso) para la comisión que desde el Parlamento pretendía abocarse a la misma tarea. La Casa Rosada aprovechó el tumulto del festejo porteño para sellar esos frentes de conflicto que tenía abiertos desde la criptoestafa de San Valentín. Esta decisión coincidió con las noticias judiciales del distrito sur neoyorquino.
Una tercera señal provino del FMI. La vocera Julie Kozack saludó favorablemente la decisión del Gobierno de promover una amplia desregulación para que vuelvan a circular en la economía doméstica los dólares que fueron atesorados en Argentina, por fuera del sistema financiero, en tiempos en que el kirchnerismo impuso una persecución para el ahorro en moneda extranjera, de la que sólo se exceptuaba a sí mismo. Kozack recordó que las nuevas normas que propone Milei deben cumplir con la regulación internacional contra lavado de activos. El discurso libertario tiende a minimizar ese aspecto precautorio de la gobernanza global.
Todavía no están las normas que regirán el intento de dolarización endógena que el Gobierno quiere hacer con los ahorros bajo el colchón. El ministro Luis Caputo dijo que se respetarán los recaudos del FMI. Pero lo más destacado de sus anuncios tras el triunfo porteño es que el Gobierno decidió reforzar su avance hacia la liberalización económica.
Navega con viento a favor, no sólo por la baja de la inflación. Algunas estimaciones sobre actividad económica para este año pronostican hasta seis puntos de crecimiento del PIB, con un promedio anual aproximado de 30% de inflación.
No pocos economistas advierten ahora sobre la decisión oficial de priorizar la baja de la inflación por sobre la acumulación de reservas. Antes del acuerdo con el Fondo Monetario, el Banco Central había regresado a un balance superior a los U$S 7.000 millones de reservas negativas. Los más de U$S 20.000 millones que llegaron después aliviaron la situación. En especial, la “cláusula Bessent”, el anuncio del gobierno norteamericano de que asistirá a Milei si la turbulencia global suma problemas.
Con este panorama, Milei se beneficia a veces a tientas de los cambios globales para la actividad política, pero especialmente de su decisión de gobernar con convicción respetando el único pacto pedido por la sociedad: la baja de la inflación como camino de crecimiento. La principal oposición, liderada por Cristina Kirchner, eligió otro rumbo estratégico: el pasado como futuro, después de que estalle el país.
Esa es la polarización que está consiguiendo Milei.