Las fotos se mezclan solas. Se las mira a veces con cariño; a veces, con rabia; muchas, con nostalgia. A veces se muestran unas a otras fotos con sus propios hijos chiquitos, que a veces al ojo más despistado parecen haber sido sacadas hace poco tiempo. Pero no. Son fotos que revelan lazos de sangre con las fotos más nuevas, esas en color donde aparecen ahora los hijos y los nietos juntos. ¡Pero es que son tan parecidos! –repiten ellas mismas, después de darse de cuenta de que en la otra foto no es el hijo, sino el nieto.
Las abuelas se juntan para charlar en un conversatorio de las abuelas tristes. ¡Pucha! Y yo que siempre pensé que eso de ser abuela era la coronación de una vida estupenda.
Se encontraron por casualidad. Algunas se conocían de antes, pero nunca sospecharon que terminarían de este lado del mostrador: del lado en que no pueden ver a sus nietos cuanto quisieran, porque se les murieron los hijos.
La pandemia las juntó, casi sin querer, en un club de reserva. En ese club en el que terminan aquellas a las que la vida les quitó un jugador y se tuvieron que quedar en el banco. Quieren jugar el partido. Pero no pueden.
Ellas, que se portaron bien en su matrimonio. Ellas, que se desvivieron por sus hijos. Ellas, que sólo querían disfrutar sus últimos años en paz, tienen que andar mendigando tiempo a un sistema judicial al que le importa un bledo si tienen más de 85 años, y las manda a un gabinete psicológico, psicopedagógico y psiquiátrico para evaluarlas, otra vez.
¿Cómo explicarle a la psicóloga que ellas quisieran ver a sus nietos como antes, a cualquier hora, hacerles la leche chocolatada con “sanguchitos” de miga y no esperar en vano visitas que no suceden?
¿Cómo evaluar un alma en pena?, me pregunto yo.
Las expertas concluyen que hay un conflicto. Heridas mal curadas.
–Ajá, y a los chicos... ¿cuándo los veo? –preguntan desesperadas de tal obviedad las abuelas del conversatorio.
Larga espera
–Ah, no, señora. El juez tiene que revisar las evaluaciones –responden con desgano las licenciadas de gabinetes llenos de jovencitas egresadas que no tienen la más pálida idea de lo que es la vida. O de algunas maduras que no ven la hora de jubilarse y tampoco les importan ya los dramas ajenos. De lo distinto que se vive el tiempo en la niñez y en la adultez. Y así pasan semanas, meses.
¿Qué? ¿Cinco años, ya? –se preguntan de golpe.
Cinco. Largos. Años. ¿Cuántos días? 1.826 días. ¿Y qué hacen ellas con sus noches eternas? Pensar en cuestión de días les recuerda que están presas de una decisión de alguien para quien sus días o sus noches no tienen el mismo valor.
Piensan, por ejemplo, que el juez sale de vacaciones, cumple años; sus hijos cumplen años, terminan estudios universitarios, festejan; su familia se va de vacaciones, cinco vacaciones ya, y eso sin contar las vacaciones de invierno. Y las licencias; y las esperas; y los informes; y las apelaciones; y el tiempo que sigue pasando. Para él y para las abuelas, sí, pero son tiempos vividos de forma distinta.
En cinco años, un niño se transforma extraordinariamente. De bebé a escolar; de niño a preadolescente; de adolescente a joven. No, a la Justicia le importan poco esos pasajes.
–Y yo que me había creído que la historia de “¿Cuánto tiempo es un tiempito?” del juez de Rosario iba a cambiar en algo al sistema –dice una.
-Ya pasó. Fue una buena anécdota. Nada más.
–No, Chicha, eso era para acelerar las adopciones –comenta la más letrada.
No importa, piensan algunas: debería ser para todos. Tanta computadora, tanta tecnología, tanto gabinete, ¿para qué?
Menos mal que Dios parece haber olvidado a estas viejas, o les estrecha la vida para que al menos vean a los nietos más grandecitos. Pero ¿y la infancia?
Ese ratito del que disfrutamos la mayoría de los seres humanos y que se esfuma entre los dedos, entre plastilina, crayones, lápices de colores y marcadores. ¿Y qué se hace con los regalos que se acumulan? ¿Y con los cumpleaños en los que no pueden estar? ¿Y con los pesebres que quieren armar? ¿Y con los huevitos de Pascua que, primero, guardan por si acaso vengan los chicos –que no vienen– y terminan regalando una semana después, cuando se convencen de que no los verán?
Mientras tanto, agarran otra palmerita, siguen con sus tecitos y sus mates mirando de reojo las fotos en la mesita del comedor.